Bultos de ganso
Íbamos caminando hacia la playa por la carretera. De noche puedes imaginarte cualquier cosa: que llevas ropa demasiado oscura y los coches no te vean y cojan la curva demasiado cerrada; que venga un coche de frente y justo en ese momento te tropieces y caigas demasiado en medio de la carretera. Pero como ya habíamos hecho el camino muchas veces, en el fondo sabía que no iba a pasar nada. Aún y con eso, no eran los coches lo que más me preocupaba en ese momento. Hacía frío, yo no lo había previsto, no había cogido ningún jersey y empezaba a destemplarme. “Tengo la piel de gallina”, les dije a las demás. La americana se rió. Nos contó que una amiga suya de origen hispano en una ocasión se andaba quejando del frío que hacía, y de que tenía “chicken skin”. Por lo visto, nadie sabía de qué hablaba la buena mujer, hasta que a alguien se le ocurrió pensar en castellano y cayó en la cuenta. Era como si algún americano decía que tenía bultos de ganso. “¿¡¿Bultos de ganso?!?” “Sí, ¿queréis que os cuente la historia?”.
La expresión “tener bultos de ganso” (en inglés, se entiende) se remonta a muchos años atrás. Eran tiempos en que había que bombear el agua y, una vez ésta en cubos de metal próximos a oxidarse, había que cargarlos hasta casa desde el centro mismo del pueblo. Eran los tiempos de sentarse en el balancín bajo el porche de madera con la espiga pertinente junto a la comisura de los labios, como en las películas americanas.
El viejo Gus había salido un día de caza, puesto que por un descuido se habían quedado sin comida justo para el día en que tenían invitados (él y su esposa, por supuesto).
Pensaba cazar un conejo, una liebre si había suerte, y luego jugar a ver quién escupía los perdigones más lejos. Podría encontrar también algún pato en el estanque, y puesto que cazar conejos siempre lleva más tiempo, se decidió por la segunda opción.
Se acercó hasta el estanque con su rifle en la mano. Entre los juncos nadaban patos pardos y de plumas oscuras. Como siempre, se decidió por uno, lo vigiló, se agazapó y cuando lo tuvo bien a tiro, disparó. Fue un disparo certero. De lo que Gus no se dio cuenta fue que justo en el momento de disparar un pájaro extraño bajó volando y se posó en el agua exactamente delante del pato que Gus había escogido. De manera que a quien había acertó disparar Gus fue al raro pájaro nuevo.
Se acercó Gus hasta él dispuesto a llevarlo rápidamente a casa para desplumarlo y cocinarlo. Cuando lo cogió de las patas se dio cuenta de que era más grande de lo que él pensaba. De hecho, incluso era demasiado grande para ser un pato. Claro que si no era un pato, Gus no sabía qué otro animal podía ser. Sin preocuparle demasiado, Gus se llevó el animal para casa.
Guardó su rifle y se dispuso a preparar el animal. Lo sumergió en agua hirviendo, lo desplumó, lo limpió y lo vació.
Una vez en la cocina, se ocupó de prepararlo y aderezarlo para que sus comensales se deleitaran con la excelente pieza que había cazado.
A las tres en punto llegaron sus invitados. Tomaron un aperitivo y se sentaron a la mesa principal.
Comieron el primer plato y quedaron satisfechos. Tanto, que la esposa de Gus tuvo que abrir la ventana porque ya todos empezaban a sofocarse. Gus se frotaba las manos y se regocijaba con las ganas que tenía de que todos degustaran aquello que se había esmerado en preparar, detalle a detalle.
Con orgullo, Gus se levantó de la mesa, fue hasta la cocina, abrió el horno y recogió la bandeja con su manjar. Lo llevó hasta el comedor usando dos manoplas de cocina. A su paso dejaba un rastro de carne recién cocinada y jugosa. Depositó en la mesa principal, bien en medio, la bandeja con el ave más grande que todos los allí presentes habían visto en su vida. “Eso no puede ser pato”, se repetían los unos a los otros en voz baja. Y fue en aquel momento, cuando todos estaban atónitos mirando la bandeja con comida, que algo se movió en la cabeza. Una cabeza pequeña, como de pato pero más grande, se alzó un poco de la bandeja. Los ojos negros pestañearon dos veces y la cabeza se movió como quien quiere despejarse después del sueño. Así, primero la cabeza, luego el lánguido cuello, las alas, el cuerpo y las patas, el supuestamente cocinado manjar fue levantándose de la bandeja, asombrando a todo el personal. Miró en derredor, se quedó quieto como dubitativo, se giró hacia la ventana y de pronto levantó el vuelo para salir por ella y perderse en la lejanía del cielo azul.
Los invitados de Gus tenían los ojos como platos y la boca con mueca incierta. No sabían si enfurecerse por tan insultante espectáculo o aplaudir por los ingeniosos trucos de Gus.
Los invitados de Gus tenían los ojos como platos y la boca con mueca incierta. No sabían si enfurecerse por tan insultante espectáculo o aplaudir por los ingeniosos trucos de Gus.
El más afectado fue Gus. Se quedó petrificado mirando fijamente el punto en el que había desaparecido su segundo plato, recordando cómo lo había matado a perdigonazos, cómo lo había metido en agua hirviendo. Fue cuando recordó cómo lo había vaciado que empezó a sentir asco. Sintió tanto asco que necesitaba sacudirse la piel del susto que se había dado. Y tanta grima, tanta grima, tanta grima le dio pensar en el bicho volador, que en la piel le salieron unos bultitos pequeñitos que hacían que los pelos se le pusieran de punta. “¿Qué le pasa?”, preguntó uno de los comensales. “Cerraré la ventana”, dijo la esposa de Gus, “le habrá cogido el frío”.
Y de ahí que cuando uno tiene frío se le ponga la piel de gallina. Y de ahí que el pato raro y grande se llamaba ganso (“goose”) y que a la gente con piel de gallina se le diga que tiene bultos de ganso.
“Esa historia no cuadra, chica”, le dijo alguien a la americana. “Sí cuadra, mujer. Tú, que no entiendes de cultura popular.”
La expresión “tener bultos de ganso” (en inglés, se entiende) se remonta a muchos años atrás. Eran tiempos en que había que bombear el agua y, una vez ésta en cubos de metal próximos a oxidarse, había que cargarlos hasta casa desde el centro mismo del pueblo. Eran los tiempos de sentarse en el balancín bajo el porche de madera con la espiga pertinente junto a la comisura de los labios, como en las películas americanas.
El viejo Gus había salido un día de caza, puesto que por un descuido se habían quedado sin comida justo para el día en que tenían invitados (él y su esposa, por supuesto).
Pensaba cazar un conejo, una liebre si había suerte, y luego jugar a ver quién escupía los perdigones más lejos. Podría encontrar también algún pato en el estanque, y puesto que cazar conejos siempre lleva más tiempo, se decidió por la segunda opción.
Se acercó hasta el estanque con su rifle en la mano. Entre los juncos nadaban patos pardos y de plumas oscuras. Como siempre, se decidió por uno, lo vigiló, se agazapó y cuando lo tuvo bien a tiro, disparó. Fue un disparo certero. De lo que Gus no se dio cuenta fue que justo en el momento de disparar un pájaro extraño bajó volando y se posó en el agua exactamente delante del pato que Gus había escogido. De manera que a quien había acertó disparar Gus fue al raro pájaro nuevo.
Se acercó Gus hasta él dispuesto a llevarlo rápidamente a casa para desplumarlo y cocinarlo. Cuando lo cogió de las patas se dio cuenta de que era más grande de lo que él pensaba. De hecho, incluso era demasiado grande para ser un pato. Claro que si no era un pato, Gus no sabía qué otro animal podía ser. Sin preocuparle demasiado, Gus se llevó el animal para casa.
Guardó su rifle y se dispuso a preparar el animal. Lo sumergió en agua hirviendo, lo desplumó, lo limpió y lo vació.
Una vez en la cocina, se ocupó de prepararlo y aderezarlo para que sus comensales se deleitaran con la excelente pieza que había cazado.
A las tres en punto llegaron sus invitados. Tomaron un aperitivo y se sentaron a la mesa principal.
Comieron el primer plato y quedaron satisfechos. Tanto, que la esposa de Gus tuvo que abrir la ventana porque ya todos empezaban a sofocarse. Gus se frotaba las manos y se regocijaba con las ganas que tenía de que todos degustaran aquello que se había esmerado en preparar, detalle a detalle.
Con orgullo, Gus se levantó de la mesa, fue hasta la cocina, abrió el horno y recogió la bandeja con su manjar. Lo llevó hasta el comedor usando dos manoplas de cocina. A su paso dejaba un rastro de carne recién cocinada y jugosa. Depositó en la mesa principal, bien en medio, la bandeja con el ave más grande que todos los allí presentes habían visto en su vida. “Eso no puede ser pato”, se repetían los unos a los otros en voz baja. Y fue en aquel momento, cuando todos estaban atónitos mirando la bandeja con comida, que algo se movió en la cabeza. Una cabeza pequeña, como de pato pero más grande, se alzó un poco de la bandeja. Los ojos negros pestañearon dos veces y la cabeza se movió como quien quiere despejarse después del sueño. Así, primero la cabeza, luego el lánguido cuello, las alas, el cuerpo y las patas, el supuestamente cocinado manjar fue levantándose de la bandeja, asombrando a todo el personal. Miró en derredor, se quedó quieto como dubitativo, se giró hacia la ventana y de pronto levantó el vuelo para salir por ella y perderse en la lejanía del cielo azul.
Los invitados de Gus tenían los ojos como platos y la boca con mueca incierta. No sabían si enfurecerse por tan insultante espectáculo o aplaudir por los ingeniosos trucos de Gus.
Los invitados de Gus tenían los ojos como platos y la boca con mueca incierta. No sabían si enfurecerse por tan insultante espectáculo o aplaudir por los ingeniosos trucos de Gus.
El más afectado fue Gus. Se quedó petrificado mirando fijamente el punto en el que había desaparecido su segundo plato, recordando cómo lo había matado a perdigonazos, cómo lo había metido en agua hirviendo. Fue cuando recordó cómo lo había vaciado que empezó a sentir asco. Sintió tanto asco que necesitaba sacudirse la piel del susto que se había dado. Y tanta grima, tanta grima, tanta grima le dio pensar en el bicho volador, que en la piel le salieron unos bultitos pequeñitos que hacían que los pelos se le pusieran de punta. “¿Qué le pasa?”, preguntó uno de los comensales. “Cerraré la ventana”, dijo la esposa de Gus, “le habrá cogido el frío”.
Y de ahí que cuando uno tiene frío se le ponga la piel de gallina. Y de ahí que el pato raro y grande se llamaba ganso (“goose”) y que a la gente con piel de gallina se le diga que tiene bultos de ganso.
“Esa historia no cuadra, chica”, le dijo alguien a la americana. “Sí cuadra, mujer. Tú, que no entiendes de cultura popular.”
17/9/2002
1 Comments:
JAJAJAJJA Q buenoooo!!! no sabia yo pk eso de la piel de gallina y los bultos de ganso menos aun!! xro es cierto?? jejej
AILOVEYOUUUUU
By Anónimo, at 25/4/06 20:56
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