Oro
Clara había visto un local cerca de su casa. Había pasado por delante miles de veces, pero no fue hasta hace poco que empezó a imaginarse la persiana oxidada y llena de polvo transformada en la puerta de una casa.
En esto iba pensando Clara mientras llegaba al andén del metro que tenía que tomar.
Una de las veces que pasó por delante del local, se encontró precisamente con el dueño de la casa contigua y le preguntó por el propietario. Le dijo que hacía años el propietario había vivido en el piso de arriba y que tras la persiana metálica había tenido su taller de orfebrería. Cuando el propietario se jubiló, cerró la tienda y volvió a su pueblo natal. El dueño aún conservaba el teléfono del orfebre, así que se lo dio a Clara y Clara lo llamó. Tras varios tejemanejes, el propietario accedió, al menos al principio, a alquilarle a Clara el local, siempre y cuando Clara le informara periódicamente de su estado, uso y función.
Introducir la llave en la cerradura y subir la persiana metálica fue para Clara una acto solemne, casi un ritual. El resumen de lo que allí vio podría reducirse, sin faltar a la verdad, a una implacable invasión de polvo sobre los escasos trastos apolillados de aquellos metros cuadrados oscuros. Clara se desalentó, pero enseguida empezó a imaginar las fotografías que le enviaría al orfebre. Pensó incluso en enviarle los antes y después, para que el propietario ante su asombro se enorgulleciera de haber arrendado su preciado inmueble.
Y ése iba a convertirse en la casa de Clara.
Clara empezó limpiándolo todo a fondo y deshaciéndose de lo definitivamente catalogado como imposible de recuperar. En cambio, algún objeto viejo, resto del trabajo del orfebre, lo guardó, y se imaginó la foto que le enviaría: “¿Ve? Su taller sigue siendo su taller”, escribiría al lado.
Clara estudiaba Bellas Artes, y el tiempo que no pasaba dedicada a la carrera lo invertía en el modesto trabajo que le permitía subsistir medianamente y, sobretodo, en preparar su casa.
Ya había pensado de qué color podría ser cada pared, y la pintura iba a sacarla más barata y en más cantidad gracias a los talleres de la facultad. Las paredes de la salita iban a ser beige, casi blancas, para aprovechar la luz durante el día y, en la noche, convertir la salita en un cálido rincón. En su barrio los viernes se habían convertido oficialmente en el día en que los vecinos se desprendían de sus trastos viejos, y uno de esos viernes Clara había encontrado una lámpara antigua de pie que, con la bombilla ideal, le daría el toque perfecto a la salita, con sus paredes y sus rincones.
Clara miró los paneles del metro y vio que el tren iba a tardar más de la cuenta a causa de alguna incidencia.
El dormitorio de Clara iba a tener paredes de colores diferentes, pero aún no tenía muy claro de qué color iba a ser qué pared.
Para adornar ventanas y estanterías Clara quería algunas plantas. Una amiga suya trabajaba en una tienda de flores, así que Clara ya le había encargado que fuera pensando en plantas hermosas y de buen olor. El único requisito que imponía Clara era, al menos, un jazmín. Siempre había querido tener una casa con un jazmín.
Algunos amigos de Clara se ofrecieron a ayudarla a pintar las paredes y otros se ofrecían para construir figuras de decoración. Los muebles, y así era como Clara lo deseaba, correrían a cargo de los viernes de recogida de trastos viejos.
En la cocina no había pensado demasiado. Lo único que tenía claro era que montaría, con algunas maderas, un estante para especias. Las colocaría por orden alfabético, y estaba diseñando un artilugio para añadir estantes nuevos si descubría alguna nueva especia. Y tendría siempre, a la vista, un pote de cristal con almendras crudas, bien dulces, que siempre estaría lleno para ofrecer a sus invitados.
Justo Clara se acordó de que le quería preguntar a un compañero de clase, a propósito de la decoración de su futuro hogar, si conocía alguna tienda barata de alfombras. Quería, para su salita-rincón, una alfombra bien grande, bien cálida, pero no hortera como las de los grandes almacenes. Quería la alfombra perfecta para su salita-rincón, que hiciera juego con sus muebles escogidos de segunda mano, sus paredes beige, su lámpara de pie y su pieza de orfebrería. Después de contemplar el conjunto con orgullo, cogería su cámara y haría una foto. Y luego enviaría al propietario una foto preciosa...
Entonces, la bomba de agua que había detrás de la pared en que Clara estaba apoyada explotó, empujando su cuerpo hacía la vía, justo cuando el tren llegaba a la estación.
En esto iba pensando Clara mientras llegaba al andén del metro que tenía que tomar.
Una de las veces que pasó por delante del local, se encontró precisamente con el dueño de la casa contigua y le preguntó por el propietario. Le dijo que hacía años el propietario había vivido en el piso de arriba y que tras la persiana metálica había tenido su taller de orfebrería. Cuando el propietario se jubiló, cerró la tienda y volvió a su pueblo natal. El dueño aún conservaba el teléfono del orfebre, así que se lo dio a Clara y Clara lo llamó. Tras varios tejemanejes, el propietario accedió, al menos al principio, a alquilarle a Clara el local, siempre y cuando Clara le informara periódicamente de su estado, uso y función.
Introducir la llave en la cerradura y subir la persiana metálica fue para Clara una acto solemne, casi un ritual. El resumen de lo que allí vio podría reducirse, sin faltar a la verdad, a una implacable invasión de polvo sobre los escasos trastos apolillados de aquellos metros cuadrados oscuros. Clara se desalentó, pero enseguida empezó a imaginar las fotografías que le enviaría al orfebre. Pensó incluso en enviarle los antes y después, para que el propietario ante su asombro se enorgulleciera de haber arrendado su preciado inmueble.
Y ése iba a convertirse en la casa de Clara.
Clara empezó limpiándolo todo a fondo y deshaciéndose de lo definitivamente catalogado como imposible de recuperar. En cambio, algún objeto viejo, resto del trabajo del orfebre, lo guardó, y se imaginó la foto que le enviaría: “¿Ve? Su taller sigue siendo su taller”, escribiría al lado.
Clara estudiaba Bellas Artes, y el tiempo que no pasaba dedicada a la carrera lo invertía en el modesto trabajo que le permitía subsistir medianamente y, sobretodo, en preparar su casa.
Ya había pensado de qué color podría ser cada pared, y la pintura iba a sacarla más barata y en más cantidad gracias a los talleres de la facultad. Las paredes de la salita iban a ser beige, casi blancas, para aprovechar la luz durante el día y, en la noche, convertir la salita en un cálido rincón. En su barrio los viernes se habían convertido oficialmente en el día en que los vecinos se desprendían de sus trastos viejos, y uno de esos viernes Clara había encontrado una lámpara antigua de pie que, con la bombilla ideal, le daría el toque perfecto a la salita, con sus paredes y sus rincones.
Clara miró los paneles del metro y vio que el tren iba a tardar más de la cuenta a causa de alguna incidencia.
El dormitorio de Clara iba a tener paredes de colores diferentes, pero aún no tenía muy claro de qué color iba a ser qué pared.
Para adornar ventanas y estanterías Clara quería algunas plantas. Una amiga suya trabajaba en una tienda de flores, así que Clara ya le había encargado que fuera pensando en plantas hermosas y de buen olor. El único requisito que imponía Clara era, al menos, un jazmín. Siempre había querido tener una casa con un jazmín.
Algunos amigos de Clara se ofrecieron a ayudarla a pintar las paredes y otros se ofrecían para construir figuras de decoración. Los muebles, y así era como Clara lo deseaba, correrían a cargo de los viernes de recogida de trastos viejos.
En la cocina no había pensado demasiado. Lo único que tenía claro era que montaría, con algunas maderas, un estante para especias. Las colocaría por orden alfabético, y estaba diseñando un artilugio para añadir estantes nuevos si descubría alguna nueva especia. Y tendría siempre, a la vista, un pote de cristal con almendras crudas, bien dulces, que siempre estaría lleno para ofrecer a sus invitados.
Justo Clara se acordó de que le quería preguntar a un compañero de clase, a propósito de la decoración de su futuro hogar, si conocía alguna tienda barata de alfombras. Quería, para su salita-rincón, una alfombra bien grande, bien cálida, pero no hortera como las de los grandes almacenes. Quería la alfombra perfecta para su salita-rincón, que hiciera juego con sus muebles escogidos de segunda mano, sus paredes beige, su lámpara de pie y su pieza de orfebrería. Después de contemplar el conjunto con orgullo, cogería su cámara y haría una foto. Y luego enviaría al propietario una foto preciosa...
Entonces, la bomba de agua que había detrás de la pared en que Clara estaba apoyada explotó, empujando su cuerpo hacía la vía, justo cuando el tren llegaba a la estación.
9 Comments:
como la vida misma. bueno, sparks, bueno.
By Anónimo, at 25/5/06 00:56
Ejem... el cuento me gustaba de cabo a rabo hasta que ha llegado el final. Lo veo puesto con calzador. Como si te lo hubieras sacado de la manga. Además me ha cortado todo el rollito.
He dicho.
Salut!
By Anónimo, at 25/5/06 11:18
Me ha gustado mucho como contagias la ilusión del personaje al que lo lee. Te vas imaginando cada cosita, cada idea, y eso hace que participes del cuento. Me gusta, si señor! Pero lo del final, ¿hacia falta? según mi modesta opinión esta historia no necesita un final dramático, és más, creo ke Clara necesita salvarse y hacer una segunda parte descubriendo la evolución de la casa, y comparar así, lo que era imaginado con lo que después sucede en la vida real.
Ay! no sé... me pongo a escribir y no paro, si eso prenem un cafè y lo parlem.
PD.-Ya verás como a todos nos llega la oportunidad de alcanzar un deseo como el que imagina Clara.
By Javi, at 25/5/06 11:28
se ve venir cacho des del momento en que dices "iba a tener paredes....". Es la forma verbal o algo, pero se ve venir demasiado. Si no fuera tan predecible estaria mucho mejor, chica.
By Anónimo, at 25/5/06 13:21
Jo, me digan ahora que no les gustan los cuentos sin final feliz, señores! No me sean disney, un poco de decencia, que la vida es así, tu tienes tus ideas, tus sueños, tus ilusiones, todo lo que no valoras, y un buen día... la historia que quisiste escribir se acaba y ni siquiera pudiste comenzar.
By Anónimo, at 25/5/06 16:56
si anónimo, pero que sea un final no-feliz no significa que sea un BUEN final. Es un poco cutre.
By Anónimo, at 26/5/06 13:05
me lo razonas?
By Anónimo, at 27/5/06 00:11
ya te lo he dicho: sque se ve venir demasiado.
Además la muerte es demasiado tragica... es raro que te explote una bomba de agua en la estación, y justo cuando llega el metro... es más probable un empujón sin querer, o un tropezón.
Además, antes has contado todo lo que la tia hara en su nuevo local, que es muy aburrido, para que cuando se muera digamos todos: oh que pena, ahora que iba a hacer todas esas cosas en su nuevo local.... pero claro, como se ve venir tanto...
By Anónimo, at 29/5/06 09:31
Pos a mi me mola, pk kizas si q lo de la bomaba no suele pasar xro es real komo la vida. komo bien dice anonimus todos tenemos sueños q keremos kumplir xro kuantos se kumplen???kuantas kosas nos pasan q impiden q se kumpla? asi es la vida, no todo sale komo keremos pero no por eso debemos deistir de nuestros sueños pk unos no saldran xro otros si!!!
By Anónimo, at 4/6/06 18:23
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