La Virgen del Monte
“Que lo crea o no, me importa bien poco.” Mi bisabuela se lo narró a mi abuela; mi abuela me lo ha referido a mí, “y yo te lo cuento ahora, siquiera no más que por pasar el rato.”
Aquella noche los sacos de aceite y harina parecían pesar más incluso que otras noches. Cargadas como burras, venían Mamá Pura y Tía Purifica desde San Martiño dirigiéndose hacia las dunas, por los caminos rodeados de espesos y oscuros árboles, que con sus brazos intentaban asustarlas.
Las cómodas estraperlistas simplemente supervisaban que Mamá Pura y Tía Purifica hicieran lo que les pertocaba. Eran tiempos de guerra y, muy a pesar suyo, el estraperlo era el único modo de poder seguir adelante. Por eso les tocaba ir muchas noches, normalmente interminables, desde San Martiño hasta la Puebla del Caramiñal, donde, al fin, descansaban.
Quizás fue el hecho de que aquella precisa noche fuera 24 de Junio lo que despertó en Mamá Pura una inquietud extrañamente inusitada en su interior. Era muy tarde; tanto, que ya no se veían siquiera las brujas que antes habían volado por entre los pliegues del cielo infinitamente cegante. Faltaría poco para que un sol, probablemente tan soñoliento por el desmadre de la noche, extendiese sus rayos sobre la colcha del mundo.
Aun así, una noche tan oscura parecía realmente no querer dejar de abrazar a los pocos que entonces rondaban cerca de sus casas.
De pronto, Mamá Pura se dio cuenta de que los únicos pasos que oía eran los suyos propios, y no se percataba del ruido producido por los otros ocho pues que le acompañaban.
Aquella noche los sacos de aceite y harina parecían pesar más incluso que otras noches. Cargadas como burras, venían Mamá Pura y Tía Purifica desde San Martiño dirigiéndose hacia las dunas, por los caminos rodeados de espesos y oscuros árboles, que con sus brazos intentaban asustarlas.
Las cómodas estraperlistas simplemente supervisaban que Mamá Pura y Tía Purifica hicieran lo que les pertocaba. Eran tiempos de guerra y, muy a pesar suyo, el estraperlo era el único modo de poder seguir adelante. Por eso les tocaba ir muchas noches, normalmente interminables, desde San Martiño hasta la Puebla del Caramiñal, donde, al fin, descansaban.
Quizás fue el hecho de que aquella precisa noche fuera 24 de Junio lo que despertó en Mamá Pura una inquietud extrañamente inusitada en su interior. Era muy tarde; tanto, que ya no se veían siquiera las brujas que antes habían volado por entre los pliegues del cielo infinitamente cegante. Faltaría poco para que un sol, probablemente tan soñoliento por el desmadre de la noche, extendiese sus rayos sobre la colcha del mundo.
Aun así, una noche tan oscura parecía realmente no querer dejar de abrazar a los pocos que entonces rondaban cerca de sus casas.
De pronto, Mamá Pura se dio cuenta de que los únicos pasos que oía eran los suyos propios, y no se percataba del ruido producido por los otros ocho pues que le acompañaban.
Los pasos
que rezan,
aviesos,
dormidos,
murmuran
canciones
por todo el lugar.
Mamá Pura apenas podía soportar el insaciable dolor de la sábana que utilizaba para llevar su cesto sobre sus hombros. Un repicante insistir se clavaba en su espalda y ya no estaba segura de si era un dolor que acabaría yéndose o el estado normal de sus miembros.
En el camino se hizo más pendiente, lo que quería decir que pronto llegarían por la derecha del camino de la bifurcación hacia la Curota. Es conocida precisamente esa bifurcación porque viniendo de la Puebla se ve enfrente la Santita de Moldes, a mano izquierda el camino hacia la Curota, y a mano derecha el camino hacia San Martiño, que era por donde venían nuestras errantes almas nocturnas.
A medida que se iban acercando hacia la bifurcación, a Mamá Pura le pareció distinguir una serie de lucecitas alrededor de la Virgen, pero bajó la cabeza y se conformó pensando que sería el reflejo de la Luna o su propio cansancio.
Casi se le cayó la cesta, el alma y todo lo que podía contener cuando pudo distinguir, ya claramente, unas figuritas que parecían danzar dando vueltas a la imagen de la Virgen, elevada por una cruz.
Mamá Pura no osaba imaginar qué podían ser esos duendecillos que revoloteaban emitiendo una luz amarillenta y verdosa, luminiscente.
Enseguida alertó a Tía Purifica para que los mirase, para que Mamá Pura tuviese al menos la seguridad en una noche tan imprevisible de percibir algo en común.
Tía Purifica miró atenta, miró con sus cinco sentidos y apenas sí pudo distinguir en la oscuridad de la noche dónde se encontraba la Santa. Mamá Pura insistió: “Mira, es allí. ¿No las ves? Son... bailarinas.” Así las llamaba ella: eran mágicas bailarinas que bailaban alrededor de la Virgen y que, más adelante, se acercaron hasta Mamá Pura para gratificarla con sus bailes.
Mamá Pura no se podía contener; tal era el pánico que rebosaba de sí misma. Las demás le decían que intentase tranquilizarse, que cerrara los ojos y que no se anduviera con tonterías porque había que darse prisa. Con todas sus fuerzas lo intentó Mamá Pura, con todas sus fuerzas se restregaba los ojos para apartar de su mente esos seres tan maravillosos. El problema era que esos seres no eran de su mente, sino que su mente era de esos seres; no se los inventaba, ella los veía. Algo por lo que, años después lo supo de boca de un inquieto buscador, fue muy privilegiada.
Al ver que Mamá Pura no se quitaba de la cabeza eso que se había inventado de unos duendecillos, menuda alucinación, las demás prefirieron seguirle el juego y escucharla para saciar mínimamente su miedo.
Al ver que las demás no se daban cuenta de lo que volaba por allí, Mamá Pura intentó autosugestionarse e intentar apreciar, por poco que su miedo se lo permitiera, la danza de las Bailarinas.
Los duendecillos se fueron acercando a Mamá Pura, hasta acabar danzando a su alrededor como antes lo habían hecho con la Virgen.
Bailaron risueñas y llenas de magia,
cantaron saltando por mil y un lugar.
La noche infinita de pronto se torna
amarillos colores de sueño ancestral.
Durante todo el camino, desde la bifurcación hasta la entrada en la Puebla del Caramiñal, las Bailarinas siguieron y jugaron por el aire con Mamá Pura.
La oscuridad hacía intentos fallidos de marcharse por el oeste, pero al Sol aún no le apetecía salir.
Llegaron al camino de la Puebla; siempre cuesta abajo; siempre acompañadas.
Al lado del camino ya se veía el cementerio de la Puebla, pero Mamá Pura sólo sentía una embriaguez alucinógena causada por unos seres extraordinarios.
Siguieron bajando por el camino y, de pronto, Mamá Pura se dio cuenta de que las Bailarinas parecían hacer tímidas intentonas por alejarse de ella. Poco a poco, sin apenas nadie notarlo, se fueron alejando de Mamá Pura. Ella, que las seguía con la mirada, vio cómo se iban acercando hasta el cementerio, donde parecían verse mover unos fuegos fatuos pequeños y blancos, traslúcidos, si así cabe llamarlo. Su repetitivo vaivén, imitando pequeñas llamitas de fuego, inspiraban otra danza igual de misteriosa y secreta.
Las Bailarinas estuvieron danzando alrededor del fuego.
El Sol empezaba a empujar, impertinente, la noche.
Las Bailarinas parecían acercarse al fuego, aunque enseguida se alejaban, como si no pudiesen tocarlo.
Un tímido aunque fierme rayo de sol quiso bañar la colcha del mundo.
Las Bailarinas se acercaron al fuego hasta que ya no se distinguía uno de otros.
El rayo de sol, entonces ya más poderoso, penetró en el fuego e, instantáneamente, después de una explosión de luz, el cementerio quedó bañado por la oscuridad anterior y la sordidez característica.
“¿No lo habéis visto?”
La oscuridad hacía intentos fallidos de marcharse por el oeste, pero al Sol aún no le apetecía salir.
Llegaron al camino de la Puebla; siempre cuesta abajo; siempre acompañadas.
Al lado del camino ya se veía el cementerio de la Puebla, pero Mamá Pura sólo sentía una embriaguez alucinógena causada por unos seres extraordinarios.
Siguieron bajando por el camino y, de pronto, Mamá Pura se dio cuenta de que las Bailarinas parecían hacer tímidas intentonas por alejarse de ella. Poco a poco, sin apenas nadie notarlo, se fueron alejando de Mamá Pura. Ella, que las seguía con la mirada, vio cómo se iban acercando hasta el cementerio, donde parecían verse mover unos fuegos fatuos pequeños y blancos, traslúcidos, si así cabe llamarlo. Su repetitivo vaivén, imitando pequeñas llamitas de fuego, inspiraban otra danza igual de misteriosa y secreta.
Las Bailarinas estuvieron danzando alrededor del fuego.
El Sol empezaba a empujar, impertinente, la noche.
Las Bailarinas parecían acercarse al fuego, aunque enseguida se alejaban, como si no pudiesen tocarlo.
Un tímido aunque fierme rayo de sol quiso bañar la colcha del mundo.
Las Bailarinas se acercaron al fuego hasta que ya no se distinguía uno de otros.
El rayo de sol, entonces ya más poderoso, penetró en el fuego e, instantáneamente, después de una explosión de luz, el cementerio quedó bañado por la oscuridad anterior y la sordidez característica.
“¿No lo habéis visto?”
La noche está cantando
en un callejón negro.
Van las brujas a dormir
en el techo del infierno.
Se ve al fondo un cuadro oscuro
de pasos dormidos y aviesos
y póstumos chirridos muertos
de una noche de San Juan.
98/99