...Cuentos de ciudad...

miércoles, abril 26, 2006

Alguien se marcha

Alguien se marcha. No dice a dónde y no dice por qué. No dice nada. Se ha marchado cuando nadie le veía, para que nadie se diera cuenta.
Unos días después alguien encuentra una nota. Metida a medias en un libro que solía leer la persona que se fue, o dentro de algún cajón, o entre sus revistas.
Me dan la nota y yo la leo. Entonces entiendo. Entiendo por qué se marchó y a dónde fue. Y el misterio está resuelto.

Alguien encuentra un papel con algo escrito. Algo que no entiende, pero que podría tener algún significado. Ese alguien piensa en las cosas que podrían estar relacionadas con lo escrito en esa nota. Busca, indaga, pregunta. Averigua de quién era el objeto dentro del que estaba el papel. Ese alguien le explica cómo consiguió el objeto. Se dirigen al primer propietario del objeto, y entre todos descubren que ese papel lo escribí yo antes de irme. Misterio resuelto.

Si alguien deja una pista en un libro de ejercicios y se mata, lo hace porque sabe que se descubrirá el misterio.
¿Qué pasa con los misterios que se quedan en el mensaje del libro de ejercicios?

Si no se encuentran, es quizá porque alguien guardó el libro en su sitio de la librería sin darse cuenta de que dentro había algo especial. O se deslizó la nota, llegó al suelo, y quien tenía el libro en la mano no se dio cuenta.
Sea como sea, siempre se debe todo al acierto o la torpeza de una persona, y ése es el puente entre una nota y un desenlace, sea cual sea, se resuelva el misterio o no; si no, no hay historia.

Laura solía entretenerse a la salida del instituto. Después de las clases, se sentaba con sus amigas en los bancos de un parque cercano. Al cabo de un rato, volvía a casa. Normalmente no estaban sus padres cuando ella llegaba, así que ella se ponía a hacer los deberes para el día siguiente. Después merendaba y miraba un poco la tele. O veía algún video. Cuando sus padres llegaban a casa le preguntaban cómo le había ido en el colegio, y ella les contaba qué profesores habían tenido un mal día y cuáles no. Cenaban los tres juntos y recogían entre todos. Antes de irse a dormir, Laura comprobaba que su gato tenía agua en el bebedero, lo acariciaba por el lomo hasta la punta de la cola, y se metía en su habitación. Leía un poco antes de apagar la luz y se dormía cuando los ojos ya se le habían acostumbrado a la oscuridad, de tanto mirar al techo, donde tenía estrellitas fosforescentes.
Tener quince años no es tan fácil. O al menos no le parece fácil a una persona de quince años. A los que no tengan quince años, no les parecerá tan complicado.

Después de esto, un día los padres de Laura la encontraron muerta en su habitación, al lado de un pote de pastillas vacío.
Y nadie se explicó nada.
¿Laura no dejó una nota?
Ni siquiera yo sé muy bien cómo conozco la historia. Creo que me la explicó alguien que se dedicaba a revisar los espacios entre páginas de todos los libros que encontraba.

miércoles, abril 19, 2006

Belleza

Lástima no sentir ahora como hube sentido antes, porque ¡cómo me gustó la sensación de impotencia, de dolor, de sufrimiento y de pasión que sentí en aquellos momentos! ¡Cómo no volcarse mi estómago ante tal visión! Y, por Dios, que invoco al Señor, porque algo tan bonito en cara de hombre debe ser sagrado. Pecado si tocaran mis paganas manos escultura tan perfecta, que arte debe de ser una cara como la que mis ojos vieron. ¡Qué no habría dado ante tal derroche de armonía rodeado de una melodía que mis oídos intuyeron! ¿Qué no habría dado por tener entonces rasgos más finos, ojos más brillantes, labios más rosados y figura más esbelta! ¡Qué no habría dado entonces por formar mi cabello largos y negros bucles que dibujaran mis facciones! ¡Qué belleza la suya!, que alguna vez pensé si no sería mujer y, sin embargo, en ningún momento dudé de su virilidad.
Lástima no conocer palabras más exactas y adjetivos más precisos, porque ni el cuaderno más extenso serviría para describir lo que ante mí apareció en forma de hombre. Así, a mi manera, sólo puedo nombrar, recordar e imaginar su cabello negro como el azabache que caía revoltoso hasta sus rectos hombros y juguetón ante su cara, esos luceros tan oscuros que se me semejaron estrellas, estrellas tan tristes y tan vivas en una oscuridad infinita. ¡Y qué decir de sus labios! En mi vida, aunque muy larga ésta no sea, había visto labios más rosados, carnosos en su perfección y divinamente perfilados. Recuerdo que pensé que, si sus labios se abrieran ligeramente y dejaran entrever las perlas blancas e inmaculadas de sus dientes, su boca derrocharía la voz más armoniosa que ser vivo hubiera escuchado nunca en forma de palabras cualesquiera, y ni el trovador más selecto habría encontrado voz más acertada para sus idólatras romances. ¡Y ese hoyuelo en su barbilla! Jurar podría haber desfallecido ante tal desmesurado alarde de belleza.
Encantada por su sencilla tez, fui incapaz de fijarme en cualquier otra parte de su cuerpo. Y ¡cómo odié el libro que tuve entre mis manos! porque, sin nadie decirlo, me obligaba a clavar la mirada en su lectura. Y ¡cómo habría disfrutado si libro ninguno me hubiese distraído de mi abstracción y me hubiera dejado observar para no olvidar nunca tal imagen!
¡Y me miró! ¡Y cómo me gustó que me mirara! Pero, ¡cómo sufría por no tener rostro más agradable que ofrecerle ni gestos más sutiles que enseñarle! Observé si miraba otras que entraban en el autobús, pero sólo las veía. Ninguna de ellas era tan bella como para que él se distrajera en su atención. ¡Tan hermosa, tan delicada, tan virginal tendría que ser aquella que pudiera rozar sus labios con sus finos dedos! ¡Qué suerte tendría la que en sus brazos se resguardara!
Pero no, no podía ser. ¡Ya se iba! Bajaba del autobús. Y yo le miraba. No quería olvidar su rostro, así que le miraba y la fuerza de mis ojos no le dejaba ir, pero ésta no era lo suficientemente poderosa. Y bajó. Sin más: bajó. Caminó en la misma dirección que lo iba a hacer a continuación el autobús. Habría dado toda mi alma para verlo de nuevo. Y lo vi. Esperaba en el semáforo para cruzar. Lo pude ver a través del cristal y, una vez más, la mía encontró su mirada y me sentí viva. Viva gracias al rostro de un pobre inocente que, sin saberlo, sólo con un gesto, habría sido capaz de darme la vida, de quitármela. Y en ese momento me dio toda la vida que podía darme y más. Sólo por verle, y por devolverme la mirada. Quizá fue una casualidad, o la insistente fijación de mis ávidos ojos que encontraron los suyos. Mas, ¡cómo en un momento sentí júbilo de vernos y furia por alejarme de él cada vez más! ¡Y cómo me gustó!
Pero el autobús tenía que seguir. Intenté divisar su figura cruzando la calle tras los cristales del autobús. Antes habría dado toda mi alma por verlo de nuevo y lo vi; ahora habría dado mi corazón por verle, pero mi corazón ya lo tenía él. Entonces bajé la vista al libro y empecé a formular en mi cerebro vagas formas de definirle, describirle para, así, recordarle. Levantaba la mirada y veía las que en ellas mi ladrón de corazones no se había parado a mirar. Volvía la vista al libro. No quería ver a nadie porque su imagen invadía mi cabeza y no quería que ésta fuera reemplazada por cualquier otra.
Llegué a mi destino y, al levantar la cabeza, ¡Dios, qué imagen tan horrorosa vi! Al tener proyectada su imagen en mi cerebro, me pareció una aberración la cara del pobre muchacho que tenía en frente. Y, a causa de ese contraste, por efecto la imagen de mi dios empezó a difuminarse.
Ahora escribo esto gracias a las frases que inventaba en el autobús. Una embriaguez casi alucinógena me permite vagamente recordarle. Pero su imagen ya no es nítida y lo irá siendo cada vez menos. Ojalá tuviera manos de artista para plasmar su belleza en un papel, si así se pudiera. Se va borrando su recuerdo y con él lo que sentí, el vuelco de mi estómago al verle y todo lo que mi imaginación pudo inventar entonces. ¡Qué daría por verle de nuevo!, ¡qué daría…! Mas, ¿qué tengo por dar que me quede, que valga por su apariencia? Por Dios, que invoco al Señor, porque algo tan bonito en cara de hombre debe ser sagrado, y ángel que caído vino, se dejó ver y se fue, como brisa que dulcemente envuelve esta pobre confusa que no tiene más que dar que lo que el Señor le quitó a mi dios.

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Hace mil millones de años.

miércoles, abril 12, 2006

Fuego

Jason se disponía a arrancarle la campanilla con su lengua a Tiffany, la despampanante tetuda embutida en un claustrofóbico traje negro de cuero, mientras la tenía agarrada con una mano por la cintura y con la otra por el culo, como quien no quiere la cosa.
-Tu melena de leona –como si las leonas tuvieran melena- hace que me ponga cachondo- dijo Jasón con voz varonil.
-Tómame –dijo Tiffany.
Jason ya se explayaba sobre el cuerpo de Tiffany cuando de pronto sintió una presión en el cogote. Intentó desengancharse de aquella loba, pero no pudo. Su melena se había convertido en una serie de cables que le tenían agarrado. La tetuda empezó a darle golpes en el estómago, pero con lo tonificado que lo tenía la tetuda sólo consiguió romperse los brazos. Con las manos, Jason cortó los cables que lo tenían sujeto y de un solo golpe consiguió tumbar a la tetuda “encuerada”.
-Ahora pagarás tus delitos-. Jason se dio cuenta de que aquella era la mujer que había estado sembrando el pánico en Rainbow city, la ciudad de la cual Jason era guardián. Jasón ya se disponía –casi babeante- a bajarse la bragueta del pantalón de su súper traje...

-Bueno, chicos, algún día tenía que ser y ha sido hoy. Todo el mundo para fuera. Haced una fila antes de salir al pasillo. Cuando salgáis, no corráis. Id caminando tranquilamente hasta el patio. Venga, ya sabéis cómo se hace, ¿no? Para fuera.
-Profe, ¿por qué siempre les da por montar simulacros antes de exámenes?
-Cállate, capullo, ¿no ves que así perdemos clase?
-No lo sé, Esteban –contestó la profesora-. Si no habrá días para montar el numerito... -se susurró a sí misma.
Cuando ya todos habían salido y la profesora se disponía a salir, aún había un alumno en el aula, sentado en su pupitre, leyendo un cómic.
-Javier, no creo que seas tan buen lector como para estar tan absorto que no oigas ni el timbre ni el jaleo que se monta.
-Profe, no por nada, pero todos los simulacros son el mismo coñazo: para la clase, salir en fila, llegar al patio y todos quitecitos que la señorita nos cuenta. ¿Usted sabe lo interesante que era ahora la lectura?
La profesora se acercó a Javier y le cogió el cómic. Leyó en voz alta:
-¿”Jason Pollas y la Tetuda peleona”? Muy didáctico, ¿no, Javier? Esto me lo quedo yo, tú te vas al patio y luego estarás atento a la clase.
-Paso, profe, prefiero quedarme aquí.
-¡Señorita López! ¡Un niño se ha caído! –era una voz de niña que venía del pasillo.
-Mira, Javier, me voy. Como no aparezcas en el patio en medio minuto te mandaré al despacho de tu tutor.
“Sálvele la vida a ese niño caído, profe, que seguro necesita una tirita”, pensó Javier con una sonrisa burlona.
Con el ajetreo, la profesora López se dejó el cómic encima de su mesa. Javier lo vio y fue a buscarlo. Cerró la puerta del aula y se sentó en su silla con los pies encima de la mesa. Se disponía a abrir el cómic. “Se le va a quedar la boca grande a la tetuda”, pensó Javier.
Javier acabó de leer el cómic y aún no había oído el alboroto de los niños subiendo por las escaleras hacia sus clases. Dejó el cómic en la mesa y se acercó a la ventana. En el patio de la escuela no había nadie. Javier se fue a la otra ventana para mirar desde un ángulo distinto: nadie.
-Estarán empezando a subir. A ver el pasillo...
Cuando Javier se giró, vio que un poco de humo entraba por debajo de las puertas del aula, y por las ventanitas cuadradas de las mismas puertas no se veía nada. Javier se extrañó. Caminando más rápido, se dirigió a la puerta y la abrió. Una humareda entró en el aula y tuvo que toser repetidas veces. Javier se extrañó más. En los simulacros nunca usaban botes de humo, nunca.
-He de salir de aquí. Salir. ¿O mejor me quedo? Si ven que no estoy alguien se dará cuenta y vendrán a buscarme. ¿O salgo yo?.......Mierda, no se ve nada. Vaya con el humo. Bueno, pues salgo.
Javier salió tapándose como pudo la cara y la boca, pero no podía ver nada y a medio pasillo retrocedió. Entró en la clase y cerró la puerta.
-¡Joder con el humo! Mierda, mierda. Esto va en serio. Ahí hay fuego. Nada. Espero. Que vengan los bomberos y me lleven a tierra firme y no me muera quemado. Morir... No, joder, yo no quiero morir. No quiero morir... –Javier hablaba cada vez más flojito y se repetía a sí mismo: -No quiero morir, no quiero morir quemado...
Javier se acurrucó en un rincón de la clase y gimoteaba a la vez que repetía su rezo.
Cuando el miedo pudo con él, se levantó, abrió una ventana y gritó mientras lloraba desconsoladamente: -¡NO QUIERO MORIR!

-¡Profe! ¡Que Javier no se quiere morir! –se oyó desde abajo.
-¡El muy idiota cree que es un incendio de verdad!
Y todos los niños de la clase de Javier se pusieron a reír. Javier sonrió también, con ellos, pero enseguida se dio cuenta de que se reían de él.
-¡Imbécil! ¡Lo decía para darle más “vericidad” al incendio!
Se retiró de la ventana, cogió su cómic, se sentó en su silla y empezó a leer con los pies encima de la mesa.
-No sé quién me puso en esta clase de niñatos... –dijo mientras se secaba las lágrimas.

2001
Siempre le he tenido cariño a este cuento.

miércoles, abril 05, 2006

Tercer boceto (La historia más triste*)

Una vez encontré un anuncio que decía:

Se alquila corazón. Se ofrece todo el tiempo. Se aceptan todas las condiciones. Atención absoluta y permanente. Rescisión del contrato en cuanto el cliente no se sienta satisfecho. Único requisito: no se hagan preguntas. Preguntar por Dani.”

Lo llamé y quedamos. Me citó en un bar. Cuando yo llegué él ya se había pedido algo para hacer tiempo, así que me levanté, nos dimos dos besos y me senté frente a él. Me preguntó qué era lo que quería. Yo le expliqué que lo que me apetecía era una especie de romance apasionado. Le conté que tenía ganas simplemente de sentir que alguien estaba enamorado de mí y que tenía ganas de poder hacer con alguien esas cosas que a uno se le ocurren justamente cuando no puede hacerlas. A él le debió de gustar el planteamiento, porque sonreía mientras yo le explicaba. Me preguntó si sabía cuál era la única condición y yo le dije que sí, que no podía hacer preguntas.
A partir de entonces viví exactamente lo que quería vivir. Empezamos poco a poco. Nos veíamos al principio para tomar un café, para ir al cine. Después paseábamos e intentábamos alargar el tiempo, sin querer marcharnos a casa. Yo me iba atreviendo poco a poco y él me tendía la mano dulcemente. Se dejaba hacer y a veces me sorprendía. Al cabo de un tiempo pasábamos noches enteras juntos, dormíamos juntos, yo lo miraba mientras él dormía, despeinado y con la espalda desnuda, y yo a veces me despertaba y él me estaba mirando. Entonces le besaba y volvíamos a hacer el amor.
Pasada esa etapa empezamos a acostumbrarnos el uno al otro, a sabernos predecir, a sonreír cuando adivinábamos lo que iba a decir el otro. Nos amoldamos perfectamente. Supimos crear un idioma propio a partir de las bromas que nos hacíamos. Yo pude aprenderme que él estornuda cada vez que huele un limón y que al atarse los zapatos siempre deja el lazo interior más grande para estirar hacia fuera de los cordones de cada zapato a la vez y quitárselos más rápido. Y él se aprendió que me calmo después de tener pesadillas si con el dedo me dibujan círculos en la espalda.
Cuando mis amigos me preguntaban cómo y dónde le había conocido, yo me inventaba cualquier historieta: que nos habíamos tropezado por la calle, que llamó a mi puerta buscando otra persona, que le devolví un monedero que no se le había caído a él... Pensaba que si supiesen cómo nos habíamos conocido en realidad creerían que realmente no estábamos enamorados. Pero sí que lo estábamos. Ninguno se metía donde el otro no quería. Yo no le preguntaba nada, y él libremente me contaba todo lo que quería. Y ambos saboreábamos esa libertad muy lentamente.
Un día, al cabo de los años, Dani y yo nos fuimos de viaje. Aquel día nos lo pasamos caminando, visitando lugares nuevos y escudriñando, como niños, los rincones que creíamos que poca gente conocería. Y al volver al hotel, completamente exhaustos, retozamos en la cama en busca el uno del otro. El calor de fuera nos hacía sudar, y al acabar sentimos una debilidad el cuerpo instalada en cada centímetro de piel.
-¿Sabes? –empezó a decir Dani mientras me tenía abrazada y me besaba el pelo-, nunca he estado así de bien con nadie. Te voy a contar una cosa que en principio no debería contarte.
Me giré y, apoyada en su pecho, le miré y le escuché.
-¿Te acuerdas del anuncio con el que me encontraste? Bueno, decía que se alquilaba corazón y que no se podían hacer preguntas. Eso es porque pienso que muchas veces alguien hace una pregunta esperando que otra persona conteste justo lo que quiere oír, y parece ser que cuando no es así, hay algo por dentro que hace como crec, y ya no es lo mismo. Quizá lo de alquilar un corazón sonaba extraño, a farsa, pero si a cambio de eso conseguía vivir algo con alguien que me hiciera sentir algo real, o verdadero, o... creía que valía la pena. Pero lo raro es que, y aunque me dé mucho miedo reconocerlo, contigo ya no siento que algo se pudiera estropear. A veces he tenido ganas de que espontáneamente me preguntaras cualquier cosa, ni que fuera la más ridícula, pero aún me podían los reparos. Pero después de pensarlo mucho, creo que podemos ser capaces de ser iguales en esto.
No me había dado cuenta hasta que se calló, pero tenía los ojos empañados. Me acerqué a su boca, le besé, me abrazó, e hicimos el amor hasta quedarnos dormidos.
A partir de aquel día me sentí aliviada. No es que antes me lo hubiera planteado demasiado, pero el no tener que pensar en ciertos momentos si podía o no decir algo hacía que estuviera mucho más relajada, conmigo y con Dani. A la práctica el cambio no se notó demasiado, puesto que hasta entonces todo había ido bien como lo habíamos estado haciendo. Era sólo un cambio sutil en el estar de cada uno. Al menos al principio.
Cuando le hube preguntado un par de cosas, Dani empezó a estar más eufórico. Cada vez que le preguntaba algo, se alegraba y me lo contaba con ganas. A veces montaba todo un espectáculo y a veces me lo contaba bien flojito, como si tuviera miedo de que alguien más le oyera. Pero siempre de una manera, en cierto modo, solemne, como un ritual, como si me estuviera contando un cuento.
Pasado un tiempo, Dani seguía teniendo ganas de contarme cosas, incluso a veces tenía la impresión de que era él el que me preguntaba si quería que me contase algo. Y yo, por complacerle, le decía que sí.
Al cabo de más tiempo, un día me estaba contando algo y, a media explicación, me dijo:
-¿Me estás escuchando?
Me di cuenta de que había dejado de escucharle y estaba absorta pensando en cualquier otra cosa que al interrumpirme se me olvidó. “Sí, claro”, le contesté. Y él siguió.
Y así, poco a poco, fui sintiendo cómo algo se me escapaba de las manos. Como si algo se fuera quedando mustio y yo no supiera qué, o por qué.
Por las noches soñaba con un árbol inmenso en medio de un bosque rebosante de vida, palpitante. Pero de pronto todo lo que le rodeaba empezaba a caerse, a arrugarse, y el árbol menguaba, y se secaba, y al final era una miniatura retorcida que yo recogía, llorando.
Y un día le dije a Dani:
-Ya no estoy enamorada de ti.
Y Dani se fue, sin preguntar nada.
* * *
La historia más triste es una novela de Javier García Sánchez.