...Cuentos de ciudad...

miércoles, julio 26, 2006

Mi corazón

Venía corriendo por el pasillo y me he quedado enganchada, como cuando una manga se encalla en una maneta. Pero a la vez que el mismo gesto estúpido de siempre, se me han cerrado los ojos, se me han apretado los dientes y una punzada de dolor me ha mandado hacia atrás. Me dolía la barriga de una forma sorda, sordísima, y demasiado insistente. Había un gancho en la pared. Un gancho negro y oxidado, podrido de resentimiento, y se me ha clavado en la barriga. Me ha desgarrado la ropa y ha incidido tan sucio. Me he quedado mirando. El gancho. Y mi barriga. No he pensado nada, sólo he mirado el gancho ensartado en mi barriga. Ahora ya empiezo a verlo todo de otra forma. Se me vuelven las líneas borrosas y los límites de los objetos giran alrededor de su centro yendo y viniendo, mareándolo todo. El gancho ha empezado a moverse. Poco a poco, se ha ido retirando, se ha ido metiendo en la pared y, en contra de lo que yo esperaba, se llevaba mi barriga. Yo me he quedado quieta, viendo cómo el gancho estiraba mi parte de barriga y lo estiraba como un gran trozo de plastilina. He empezado a ver cómo mi barriga y todo lo que seguía se iba transformando en un hilo gordo de masa que se llevaba el gancho pútrido. El gancho finalmente desaparecía de la pared, y el hilo que salía de lo que sentía como mi cuerpo flotaba delante de mí. Después de que todo a mi alrededor quedara difuminado, las paredes se han ido oscureciendo, el suelo se volvía cada vez más negro, como si alguien fuera bajando poco a poco las persianas de toda la casa. Pero un poco más allá. Ya no veía la penumbra de las persianas bajadas, sino una oscuridad cada vez más llena. Todo negro, y yo sólo veía mi cuerpo desbordándose de sí mismo en forma de cuerda. Poco a poco he ido dejando de ver las cosas que me rodeaban, y cuando ya toda yo era un hilo amarillento de carne retorcida y confusa, he pasado a ver desde fuera. Del último extremo del hilo quedaba un bulto marronuzco y redondito que latía. Después lo he visto más de cerca, y el hilo de mi cuerpo se ha ido haciendo cada vez más fino, a lo largo, a lo alto y a lo ancho, y de fino he dejado de verlo, y ha desaparecido, dejando sólo ese bulto oscuro y caliente, que parecía un remanso de sopor en el vacío.
Luego ha venido un perro, y se lo ha comido.

viernes, julio 07, 2006

Vértigos

A Maria Lluïsa
Ya no sé de qué me viene este tembleque en las manos. No sé cuándo comenzó. Tengo la impresión de que siempre ha estado ahí, matándome de miedo todo el tiempo. Pero yo sé que no siempre he temblado. Sé que cuando me sentaba con mi marido, porque él me animaba a que me sentara junto a él, ante el piano, mis manos se movían, según él iba diciendo, sobre las teclas, y mi torpeza no se debía al miedo, sino a que yo no sabía tocar el piano. Él sí. Y me acuerdo cada vez que entro en casa, porque el piano sigue estando donde estuvo siempre.
Hablábamos. Hablábamos mucho. No parábamos nunca de hablar, nunca. Nos sentábamos en la sala de estar y hablábamos, comentando... cosas; cualquier cosa. Y me acuerdo que, los domingos, a la hora de comer, me decía: “Nena” -porque me llamaba nena. Me decía: “Nena, ¿tienes ganas de cocinar, hoy?” Y yo, que ya sabía por qué me lo decía, le contestaba, remolona: “Pues... no muchas, la verdad”. “Pues venga”, me decía él, “arréglate, que hoy comemos fuera”. Y entonces me llevaba a un restaurante que había en una travesía de la calle Pelayo, ahora no recuerdo cuál... no, no recuerdo el nombre. No era un sitio caro, pero se comía muy bien. Al final, después de comer, nos íbamos a tomar un café, y después, más tarde, nos sentábamos en algún banco, de las Ramblas, por ejemplo, y charlábamos. Charlábamos mucho, de cualquier cosa, todo el tiempo, de algo de la familia, de la gente que veíamos pasar... Siempre, siempre. Me cuidaba mucho, ¿sabe? Algunas veces, cuando yo me ponía enferma, me estiraba y me decía: “Nena, tú quieta, que hoy hago yo unas verduras. Tú, descansa”. Y después, al cabo del día, venía conmigo y me preguntaba: “¿Qué, cómo estás?” y me traía un paño mojado y me lo ponía en la frente o un vaso de agua con un poco de azúcar. Me cuidaba mucho, mucho. Y yo a él, ¿eh?
Y ahora. Ahora me levanto cada día sola y me miro estas manos que me tiemblan y no recuerdo cuándo empezaron a temblarme. Me da pena salir a la calle, porque salgo sola, así que me quedo en casa y miro las paredes, los rincones y las sombras que han estado ahí siempre y lo han visto pasar todo. Y otras veces miro la tele, sentada en mi butaca, delante. Pero cuando la apago vuelve a haber el mismo silencio. El silencio de que nadie hable, el silencio de que yo no le pueda hablar a nadie. Cuando se hace de noche me voy a dormir –a veces hago un poco de tiempo y me aguanto para la pastilla- porque es lo que toca hacer. A la noche a dormir, de día me levanto, al mediodía la comida, ¿y qué otra cosa me queda?
Me queda un vacío que no se puede quitar. No se puede quitar nada. Un vacío que cada día es más grande. El primer día que algo falta es el día que más duele, porque te han cercenado de un corte limpio sin haber avisado. O habiendo avisado es lo mismo, hay cosas que no se quieren ver. Y cada día sientes que te quitan otra pequeña parte. De un manotazo, como si no hubiera pasado. Y tú te preguntas: “¿Qué ha pasado?” porque no hay rastros visibles de nada, pero sientes que te han arrancado el estómago de golpe. Cada día. Cada día un poco más. Como si te fueran desgranando lentamente y te arrancaran de cuajo cada una de las partes de tu cuerpo.
Pero de pronto, te miras, y te ves. Y eres tú. Y no puedes decir que no. Ahí estás tú. Pero tú sabes que por dentro no eres más que una acumulación de los restos de las cosas que querías. Eres el envoltorio que encierra el vacío que te han ido añadiendo día a día, todo lo que te han quitado.
Te sientas y miras las paredes grises, los rincones grises, las sombras que se lo saben todo y se ríen de ti porque a ti se te está olvidando.
Sabes irremediablemente que estás sola. Y así va a ser hasta que te mueras.