...Cuentos de ciudad...

miércoles, enero 25, 2006

Veo un árbol precioso

Veo un árbol precioso, un almendro acabado de florecer en medio de una vasta planicie de tierra yerma de la que no se ven los límites, pues una niebla gris y fría flota amenazante.
Veo cómo un almendro crece de la nada.
Y veo cómo acaba muriendo. Acabo viendo los vestigios de algo que fue. Veo un tronco que intenta retorcerse y cuatro ramas que gimen y aúllan gritos de socorro.

Veo cómo renace la hierba y el verde todo lo puebla, excepto un rodal de tierra yerma que señala el tapón del vacío.

miércoles, enero 18, 2006

Viaje en autocar

Una vez cogí un autocar para cruzar un país por el medio. Llegué pronto y me senté en mi sitio. Al cabo de unos minutos se llenó el autocar. Detrás de mí se habían sentado un señor y una señora. El autocar arrancó. Salimos al anochecer. Cuando uno va por ciudad no puede disfrutar del viaje; sólo empieza a disfrutarlo cuando las luces y los ruidos se van quedando atrás y uno se queda sumido en la oscuridad del autocar, la carretera y la noche. Si hay suerte, los campos son largos, el cielo empieza en la izquierda de uno y acaba en la derecha, o viceversa, y no hay nada que le interrumpa; le acompañan las estrellas, que permanecen siempre fieles, y se van moviendo porque si no se aburren.
Al amanecer, vigilé atento cómo el sol salía y se elevaba. En el cielo de la mañana había un manto de nubes que difuminaban la luz del sol de tonos anaranjados. Y la luz dibujaba caminos sobre las nubes igual que cuatro dedos de la mano dejan un rastro de camino sobre tiza movida.
Miré a través de la montaña un valle, y a través de él, a lo lejos, un tren serpenteaba, tan largo como la ventana.
Entonces giré la cabeza, y por la rendija que quedaba entre los dos asientos, vi las manos entrelazadas del hombre y la mujer que se sentaban detrás de mí.

miércoles, enero 11, 2006

Los panes

Podría volver a encontrarme al Chico del Pan en el metro dentro de poco. Podría encontrármelo en la calle, en el transbordo temporal que hay en Sagrera, por la calle, yo hacia la línea roja y él hacia la azul, o viceversa. Y lo de que pudiera llevar el pan lo dejo a su elección.
Yo lo vería venir de lejos, preguntándome si podría ser él o no, y cuando estuviese a mi altura, ya convencida, le diría: “Perdona, yo te vi una vez en el metro, ¿verdad?”. Y él pensaría que no. Yo le explicaría: “Te vi en Sagrera. Viniste con una pequeña revista doblada y dos barras de pan bajo el brazo. Te sentaste en el mismo banco que yo, pero en la otra esquina y en el lado opuesto, por lo que pensé que cogerías el metro en la otra dirección.
Cuando llegó mi metro miré hacia tu lado para ver si subías, y resulta que diste la vuelta al banco y subiste por mi lado. Tú entraste por una puerta y yo por la contigua. Me puse de manera que mirara hacia ti, de pie; pero tú te sentaste de espaldas a mí. Creo que llevabas una capucha, y yo te miraba el remolino que tienes descentrado en el cogote.
En una estación subió gente, y les pedí que no se pusieran enfrente de mí, o si no ya no podría verte. Yo seguía leyendo, como si ya estuviera acostumbrada a estar en silencio contigo.
Al fin te levantaste. Te miré, me miraste. Bajé la vista, leí. Se abrieron las puertas del metro. Y, porque te ibas, te miré. Bajando del metro. Tan rápido que se me hace eterno. Tenías la cabeza medio gacha, medio ladeada, y casi de reojo, como si ni sí ni no, me miraste a los ojos, y entonces fue más a propósito. Te fuiste. Me giré por si te veía. Y al cabo de dos minutos hasta me imaginé que habías vuelto a subir al vagón, por una puerta a mis espaldas, para ver si me giraba para verte, y me habías visto girarme. Pero no me viste porque no estabas. Y me fui.”

Claro que no le explicaría todo esto, le diría lo del pan y le contaría: “me llamó mucho la atención verte con dos barras de pan en el metro a las 12 de la noche. Y aún me sorprendió más que bajaras en Marina”. Yo le preguntaría: “¿de verdad ibas a Marina?” Y él me contestaría seguramente que vive por allí, quizá que luego iba a salir de marcha, pero pasó por casa para dejar los panes. Quizá me daría pie a hacerle algún comentario más. O quizá no. Entonces le diría: “¿Cómo te llamas?” Y él me contestaría. Entonces yo le diría: “Encantada de conocerte”. Le miraría un poco más a los ojos y entonces le daría un beso en su mejilla izquierda. Le sonreiría y le diría casi sin mirarle, prácticamente yéndome que te vaya bonito. Y con un poco de suerte, él hablaría.

Así que habrá que ir con los ojos abiertos por la calle. Aunque lo más seguro es que lo encontraré dentro de mucho tiempo, cuando ya no me acuerde de él.

miércoles, enero 04, 2006

¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo?

Llegado el momento no supe cómo reaccionar. Cientos de veces había pensado cómo iba a ser ese instante, había hecho una lista con todas las respuestas posibles, había descartado las más absurdas y había apuntado como mejores aquellas que resolvían la situación de modo que yo saliera, por un lado o por otro, por un motivo o por otro, especialmente airoso.
Y como todas las ocasiones en que se nos presenta una situación en la que hemos estado pensando cientos de veces, cuando por fin la tuve delante, no supe reaccionar. El cerebro se me quedó colapsado, sabía positivamente que si no contestaba con aquello que tenía pensado me estaría arrepintiendo por mi torpeza para el resto de mis días, pero no era capaz de invocar ninguna de aquellas ideas.
Demasiadas expectativas.
No es fácil encontrarse con uno mismo. Mucha gente me había contado cómo era la experiencia, los que la habían vivido; muchos otros pasaban por aquí y podían no encontrarse, o encontrarse y ni siquiera darse cuenta.
Por lo visto te sorprendían un día cualquiera. Tú te despertabas como cada día, sin ni siquiera pensar que te despertabas como cada día, precisamente porque era un día cualquiera, cualquiera como cualquier otro. Te preparabas o no, eso ya depende de cada cual, para afrontar el nuevo día y por pura rutina te encontrabas haciendo lo que debías aquel día. No le dabas importancia al desayuno, Este será el último desayuno antes de encontrarme, -yo no se la di-; no le dabas importancia a la ducha, a mirar qué día hacía, a ojear el periódico, a mirar la señora maruja con voz de cotilla cómo escucha la conversación del vecino... no le dabas importancia porque no eras consciente de que estuvieras viviendo nada especial; no sabías entonces que te fuera a cambiar la vida y por eso olvidabas lo que acababas de hacer porque no tenía ninguna relevancia (¿cogiste las llaves de casa? Las debí de coger, porque luego pude entrar.).
A medida que iba pasando el día no te preguntabas si iba a ocurrir nada diferente. No esperabas que ocurriera, así que no te lo planteabas. Entraste en aquel bar para darte un capricho después de haber estado trabajando. Te tomaste un café con leche mientras navegabas por mundos proyectados sobre las paredes y el techo del bar. No te acordarás, porque no eras consciente de por qué deberías acordarte, pero de hecho te imaginaste yendo a la India a amaestrar tigres de Bengala y volviendo entre sorbo y sorbo de café. Te diría que hasta sonreíste, pero no te acuerdas del motivo porque cuando vino el camarero a traerte la cuenta te sacó de ese absurdo intento de ensoñación aventurera.
Y cuando me levanté para pagar en la caja y puse bien en su sitio la silla, estaba pensando en las monedas que llevaba en el bolsillo. ¿En qué bolsillo? En el izquierdo. Mientras iba hacia la caja y metía la mano en el bolsillo izquierdo pensaba en la propina que debería dejar, en si debería dejar propina. Pensé “que las monedas estén de mi parte”, no me apetecía dejar propina. Me paré delante de la caja, pregunté cuánto era mientras contaba las monedas y pensé: ...

Me acuerdo de todo lo que hice previamente a ese momento. La silla, la cuenta, las monedas, el bolsillo, las monedas, la propina. Todo, porque justo entonces fue el momento. Cuando levanté la cabeza para darle las monedas al camarero, me vi.
Me viste.
Te vi.
Te viste.
Me vi. Por fin me había encontrado. Así tenía que ser. Sin esperarlo, sin premeditarlo, sin más. Me encontré y sólo me pude decir:
¿Me invitas?
Sí, claro, pago yo.
De pronto alguien me cogió por el brazo y me sacó del bar. Yo estaba aturdido, pensando en... mí. Al cabo de un rato, que debió de ser poco pero a mí me pareció mucho, me di cuenta de que quien me había sacado del bar con tanta ansia era un antiguo colega, pero inmerso en mi propio encuentro no había sido capaz de hacerme a la situación del colega empujándome hacia fuera del bar. Después de darme un poco el coñazo –entendamos la situación- se largó y yo le dije que me había dejado no sé qué en el bar, y que tenía que volver a entrar.
Allí, en la caja, estabas tú.
Estaba yo.
Bueno, en la caja me encontré. Me vi como nunca me había visto. Cuando uno se mira al espejo, se preocupa de tener bien el pelo o de recordarse a sí mismo el aspecto deplorable que tiene, pero mirarse uno mismo a los ojos resulta un ejercicio de narcisismo tan revelador como desconcertante.
Y allí estabas. Tantas veces como lo habías pensado y no supiste qué decir. ¿Cómo empiezas una conversación contigo mismo? ¿Qué te puedes contar que no sepas? ¿Dónde había estado tu otra parte?
Así que dije lo último que pensé antes de verme:
¿Serías capaz de chuparte el codo?