...Cuentos de ciudad...

miércoles, diciembre 28, 2005

La Virgen del Monte

“Que lo crea o no, me importa bien poco.” Mi bisabuela se lo narró a mi abuela; mi abuela me lo ha referido a mí, “y yo te lo cuento ahora, siquiera no más que por pasar el rato.”

Aquella noche los sacos de aceite y harina parecían pesar más incluso que otras noches. Cargadas como burras, venían Mamá Pura y Tía Purifica desde San Martiño dirigiéndose hacia las dunas, por los caminos rodeados de espesos y oscuros árboles, que con sus brazos intentaban asustarlas.
Las cómodas estraperlistas simplemente supervisaban que Mamá Pura y Tía Purifica hicieran lo que les pertocaba. Eran tiempos de guerra y, muy a pesar suyo, el estraperlo era el único modo de poder seguir adelante. Por eso les tocaba ir muchas noches, normalmente interminables, desde San Martiño hasta la Puebla del Caramiñal, donde, al fin, descansaban.
Quizás fue el hecho de que aquella precisa noche fuera 24 de Junio lo que despertó en Mamá Pura una inquietud extrañamente inusitada en su interior. Era muy tarde; tanto, que ya no se veían siquiera las brujas que antes habían volado por entre los pliegues del cielo infinitamente cegante. Faltaría poco para que un sol, probablemente tan soñoliento por el desmadre de la noche, extendiese sus rayos sobre la colcha del mundo.
Aun así, una noche tan oscura parecía realmente no querer dejar de abrazar a los pocos que entonces rondaban cerca de sus casas.
De pronto, Mamá Pura se dio cuenta de que los únicos pasos que oía eran los suyos propios, y no se percataba del ruido producido por los otros ocho pues que le acompañaban.

Los pasos
que rezan,
aviesos,
dormidos,
murmuran
canciones
por todo el lugar.

Mamá Pura apenas podía soportar el insaciable dolor de la sábana que utilizaba para llevar su cesto sobre sus hombros. Un repicante insistir se clavaba en su espalda y ya no estaba segura de si era un dolor que acabaría yéndose o el estado normal de sus miembros.
En el camino se hizo más pendiente, lo que quería decir que pronto llegarían por la derecha del camino de la bifurcación hacia la Curota. Es conocida precisamente esa bifurcación porque viniendo de la Puebla se ve enfrente la Santita de Moldes, a mano izquierda el camino hacia la Curota, y a mano derecha el camino hacia San Martiño, que era por donde venían nuestras errantes almas nocturnas.
A medida que se iban acercando hacia la bifurcación, a Mamá Pura le pareció distinguir una serie de lucecitas alrededor de la Virgen, pero bajó la cabeza y se conformó pensando que sería el reflejo de la Luna o su propio cansancio.
Casi se le cayó la cesta, el alma y todo lo que podía contener cuando pudo distinguir, ya claramente, unas figuritas que parecían danzar dando vueltas a la imagen de la Virgen, elevada por una cruz.
Mamá Pura no osaba imaginar qué podían ser esos duendecillos que revoloteaban emitiendo una luz amarillenta y verdosa, luminiscente.
Enseguida alertó a Tía Purifica para que los mirase, para que Mamá Pura tuviese al menos la seguridad en una noche tan imprevisible de percibir algo en común.
Tía Purifica miró atenta, miró con sus cinco sentidos y apenas sí pudo distinguir en la oscuridad de la noche dónde se encontraba la Santa. Mamá Pura insistió: “Mira, es allí. ¿No las ves? Son... bailarinas.” Así las llamaba ella: eran mágicas bailarinas que bailaban alrededor de la Virgen y que, más adelante, se acercaron hasta Mamá Pura para gratificarla con sus bailes.
Mamá Pura no se podía contener; tal era el pánico que rebosaba de sí misma. Las demás le decían que intentase tranquilizarse, que cerrara los ojos y que no se anduviera con tonterías porque había que darse prisa. Con todas sus fuerzas lo intentó Mamá Pura, con todas sus fuerzas se restregaba los ojos para apartar de su mente esos seres tan maravillosos. El problema era que esos seres no eran de su mente, sino que su mente era de esos seres; no se los inventaba, ella los veía. Algo por lo que, años después lo supo de boca de un inquieto buscador, fue muy privilegiada.
Al ver que Mamá Pura no se quitaba de la cabeza eso que se había inventado de unos duendecillos, menuda alucinación, las demás prefirieron seguirle el juego y escucharla para saciar mínimamente su miedo.
Al ver que las demás no se daban cuenta de lo que volaba por allí, Mamá Pura intentó autosugestionarse e intentar apreciar, por poco que su miedo se lo permitiera, la danza de las Bailarinas.
Los duendecillos se fueron acercando a Mamá Pura, hasta acabar danzando a su alrededor como antes lo habían hecho con la Virgen.

Bailaron risueñas y llenas de magia,
cantaron saltando por mil y un lugar.
La noche infinita de pronto se torna
amarillos colores de sueño ancestral.

Durante todo el camino, desde la bifurcación hasta la entrada en la Puebla del Caramiñal, las Bailarinas siguieron y jugaron por el aire con Mamá Pura.
La oscuridad hacía intentos fallidos de marcharse por el oeste, pero al Sol aún no le apetecía salir.
Llegaron al camino de la Puebla; siempre cuesta abajo; siempre acompañadas.
Al lado del camino ya se veía el cementerio de la Puebla, pero Mamá Pura sólo sentía una embriaguez alucinógena causada por unos seres extraordinarios.
Siguieron bajando por el camino y, de pronto, Mamá Pura se dio cuenta de que las Bailarinas parecían hacer tímidas intentonas por alejarse de ella. Poco a poco, sin apenas nadie notarlo, se fueron alejando de Mamá Pura. Ella, que las seguía con la mirada, vio cómo se iban acercando hasta el cementerio, donde parecían verse mover unos fuegos fatuos pequeños y blancos, traslúcidos, si así cabe llamarlo. Su repetitivo vaivén, imitando pequeñas llamitas de fuego, inspiraban otra danza igual de misteriosa y secreta.
Las Bailarinas estuvieron danzando alrededor del fuego.
El Sol empezaba a empujar, impertinente, la noche.
Las Bailarinas parecían acercarse al fuego, aunque enseguida se alejaban, como si no pudiesen tocarlo.
Un tímido aunque fierme rayo de sol quiso bañar la colcha del mundo.
Las Bailarinas se acercaron al fuego hasta que ya no se distinguía uno de otros.
El rayo de sol, entonces ya más poderoso, penetró en el fuego e, instantáneamente, después de una explosión de luz, el cementerio quedó bañado por la oscuridad anterior y la sordidez característica.
“¿No lo habéis visto?”

La noche está cantando
en un callejón negro.
Van las brujas a dormir
en el techo del infierno.

Se ve al fondo un cuadro oscuro
de pasos dormidos y aviesos
y póstumos chirridos muertos
de una noche de San Juan.
98/99

miércoles, diciembre 21, 2005

Para Elisa

Las notas de un piano me anuncian la llegada del Otoño. Sonidos acompasados armonizados en la melodía me recuerdan a las hojas de los árboles, que saben cómo y cuándo deben caer. Así en Septiembre vivo, siento y escucho las notas de una canción otoñal en un paisaje de tonos marrones y naranjas. Y vivo mi nacer y el renacimiento de una canción y un fenómeno, que saben sin querer su comienzo, el ritmo y los altibajos que deben sufrir, que se repiten sucesivamente año tras año marcando un período que ha pasado o ha de pasar. Por eso, nacido un día cualquiera de Septiembre, recuerdo, desde que tengo conciencia, la llegada amable y empujona del Otoño, haciendo que me sienta una nota más entre las otras de la melodía.
La primera vez que escuché esa canción tenía seis años. Era el día de mi cumpleaños y había salido a la calle con los otros niños que había invitado a mi fiesta. Nos empujábamos, nos perseguíamos y siempre acabábamos tirados sobre los montones de hojas marrones o naranjas caídas, bajo los árboles.
Después de una persecución tras mi mejor amigo acabé rendido y tuve que tirarme sobre las hojas para descansar, sin pensar que luego mi madre me tiraría de las orejas por haberme ensuciado de tal manera, y luego me metería en el baño a disgusto. Pues allí, con los brazos bien extendidos, sobre las hojas secas y su crujir y bajo la cúpula que montaban sobre mí los brazos esqueléticos de los árboles, mirando al cielo, a esa hora de colores pastel, sintiéndome libre como nunca me sentía, escuché una melodía en mi cabeza que nunca antes había oído. Noté una sensación nueva y me sentí extrañamente protegido. Me quedé tendido sobre las hojas un buen rato escuchando la melodía, totalmente ajeno a lo que ocurría a mi alrededor. Estaba como hipnotizado. Cuando se repitió la melodía me incorporé para saber de dónde provenía esa música. En la calle no había más que una docena de amigos míos corriendo de un lado a otro. La canción seguía en mi cabeza. Me quedé quieto, mirando a nada, para ver si así podría concentrarme y saber de dónde provenía eso que tanto me había impresionado. Como si la misma música que escuchaba me empujase la cara, giré la cabeza hacia la izquierda y justo en esa dirección vi ante mí, al otro lado de la calle, tras una ventana, un piano que era tocado por unas manos delicadas y femeninas; pero una cortina beige floreada no me dejaba ver de quién eran esas manos. Aún no sé bien el porqué pero, aunque quería saber quién estaba tocando ese piano, no me sentí capaz de moverme un paso hacia la izquierda para verla. Seguía hipnotizado. Entonces vino mi mejor amigo y me dio un empujón que me hizo caer al suelo. Acto seguido empecé a perseguirle para vengarme, olvidándome por completo de la melodía que salía de aquel piano tocado por aquella mujer. No volví a acordarme de lo que pasó ese día.
Al año siguiente, en mi séptimo cumpleaños, se repitió la historia. La persecución entre hojas con mis amigos y, al final, la hipnosis causada por el sonido de un piano tras las cortinas de una casa de mi misma calle. Pero seguía olvidándome instantáneamente.
Cuando cumplí ocho años pasó lo mismo. Pero en esta ocasión, en vez de olvidarme durante un año, me acordé, y al día siguiente salí a la calle por la tarde y me senté delante de casa hasta la hora de cenar, sin ningún resultado, claro. Así hice toda una semana, hasta que me cansé o se me olvidó.
Siempre ocurría lo mismo. El día de mi cumpleaños una melodía atravesaba la calle y se metía en mi cabeza. Yo quedaba hipnotizado, luego me olvidaba y no volvía a escuchar más ese piano. Todo un año de silencio y olvido y el día de mi cumpleaños volvía a sonar la música.
En mi octavo cumpleaños le pregunté a mi madre quién vivía en aquella casa, pero cuando me iba a contestar se calló y me dijo que se había olvidado, sin más. Entonces no me olvidé. Me preguntaba quién era esa mujer y qué tenía, que tocaba el piano una sola vez al año –o eso creía yo-, me acordaba de ella y la olvidaba del todo hasta la próxima vez que la escuchaba.
Cuanto más crecía, más ansioso esperaba el día de mi cumpleaños para escuchar aquella melodía que me cautivaba entre los juegos de la infancia.
Cuando los juegos de la infancia pasaron a los paseos con “la amiga”, la curiosidad me picaba más y más, pero al pasar por aquella casa que yo ya respetaba como un santuario, las cortinas sólo me dejaban entrever sombras y un piano vacío. Entonces, apoyado en la repisa de la ventana, me preguntaba que qué estaba haciendo y tenía la sensación de cometer una mala travesura. Y me iba.
Yo seguía cumpliendo años esperando que aquella mujer tocara para mí. Pero llegó la hora de marcharse de casa. Tuve que irme a la ciudad para buscarme un trabajo con que ganarme la vida. Conseguí un buen trabajo y pronto me concedieron un buen puesto. Iba a cenas importantes trajeado con smoking y personas elegantes, refinadas e importantes me respetaban.
La fiesta más importante a la que tuve que ir se celebraba en la casa de un hombre de prestigio, la cual tenía un amplio comedor que parecía de oro con un gran piano de cola en el centro, bajo una gran lámpara colgante. Sin darme cuenta, mientras hablaba con una mujer encantadora, me quedé callado dejándola con la palabra en la boca. ¡Estaba escuchando la canción que años antes me había hipnotizado! Le pedí disculpas a aquella mujer y me puse a escuchar las notas que componían mi melodía. El anfitrión había querido lucirse ante sus invitados tocando una de sus piezas favoritas. Pero no era la misma melodía. A pesar de la dulzura de la canción, ésta parecía más dura y fría que la que había escuchado en frente de mi casa. Cuando el hombre acabó, todos los de la sala aplaudimos, y aquella encantadora mujer me dijo que esa canción, “Para Elisa”, era preciosa, ¿verdad? Durante toda la noche estuve pensando en esa canción. “Para Elisa”... Me sentía como un niño al que le roban los caramelos. Esa era mi melodía. No era una pieza, era mi pieza, mi melodía.
Decidí que tenía que volver a mi pueblo. Me avergonzaba un poco la idea, pues tuvieron que pasar quién sabe los años para que me volviera a acordar de aquellas notas y la sensación que me inspiraban.
Una vez todos los míos me abrazaron, besuquearon e interrogaron me dirigí temeroso hacia aquella casa de mi misma calle. En la puerta verde de entrada ponía “Elisa Highsmith”. Aún me tuve que pensar varias veces si entrar o no entrar, pero casi por impulso acabé por timbrar. Las piernas me temblaban y no paraba de pasarme la mano por el cabello. Una mujer de unos sesenta años me abrió. A pesar de sus arrugas –que no tenía tantas-, portaba un aire señorial y venerable, dado quizá por el largo cabello canoso sujeto en la nuca dejando su cuello al aire o por los finos y dorados anteojos que caían sobre su nariz. Me presenté diciéndole que era el hijo del matrimonio que vivía en el número 25 de esa misma calle. Iba a seguir presentándome, pero me interrumpió y me preguntó con una sonrisa si al día siguiente iba a ser mi cumpleaños. Yo lo pensé y sí, era verdad, ya no me acordaba. Le dije que sí y ella me contestó que entonces volviera al día siguiente, que no sería mucho rato, sólo el justo. Le sonreí y me despedí. Pensé que era una mujer muy rara, pero me había gustado. Me era familiar.
Al día siguiente claro que volví. Ya no estaba tan nervioso y aquella mujer me había dejado algo pendiente que no quería que viviese en mí como un fantasma errante.
Después de la comida salí de casa y, nada más salir al porche, llegó hasta mí la melodía que me hipnotizaba, las notas que me cautivaban, tan suaves y dulces como cada otoño. Caminé alelado mientras las notas flotaban en el aire, invadiendo el silencio de la calle vacía. Me paré en la ventana, esta vez con las cortinas cogidas a lado y lado de ésta, dejándome ver las manos juguetonas de aquella mujer sobre las teclas blanquinegras del clásico piano. Me sentí rejuvenecer a medida que avanzaba la melodía, y sentí unas ganas tremendas de empezar a correr y saltar entre las hojas. Entonces no me pude contener. Corrí y corrí hasta que las piernas me lo impidieron, gritando y riendo mientras la melodía sonaba. Me estiré sobre un montón de hojas secas y su crujir y bajo la cúpula que montaban sobre mí los brazos esqueléticos de los árboles, mirando al cielo, a esa hora de colores pastel, y me sentí libre como nunca me había sentido. Entonces, en mi rostro sonriente, noté cómo un par de lágrimas me caían de los ojos hasta dar con las hojas secas. Me levanté y, aún sonriente, me fui a casa poco a poco escuchando las últimas notas de mi melodía. Bajo la luz de entrada me giré, miré a la casa y saludé con la mano a aquella mujer que me hipnotizaba con su piano tras la ventana de cortinas beige floreadas. Y allí me di cuenta, por primera vez, que el Otoño y mi melodía estaban hechos para Elisa.
Invierno 97