La casa de Venecia (fragmento)
De bien joven, Gabriel García Márquez le pidió permiso a su madre para escribir un cuento basado en algo que le había ocurrido a una mujer de su pueblo. La madre de García Márquez le pidió que, por respeto, esperara a que la señora en cuestión muriera.
Yo, confiando en la ignorancia de unos y el desinterés de otros, os cuento lo que viene. Quizá algún día, cuando la señora en cuestión muera, más gente leerá este cuento.
Cada tarde después de comer, la vecina de enfrente cruzaba la carretera con su paso torpe y su muleta para llegar hasta la casa de mi abuela. En verano, llevaba uno de esos vestidos ligeros para señoras, con el que tenía más aspecto de carpa de circo que de jubilada modesta, coronada en lo alto por una masa espesa de pelo corto reteñido.
Ella llegaba como si le estuviesen esperando, sin importarle si los de la casa anfitriona habían dejado de comer, o si apetecían de su visita. Llegaba con el último relato del día, edición de mañana, y lo empezaba a contar con el mismo frenesí con el que esperaba ser escuchaba. Daba por sentado, eso sí, que a su confesión correspondería gentilmente un café con leche, preparado, la mayoría de las veces y como un intento desesperado de evitar sus ansias de cotilleo, por mí.
Debo reconocer en honor a la verdad que la vecina dominaba cierto arte espontáneo para relatar sus cotilleos –frecuentemente inventados en más o menos medida-, como todas las personas que para pasar el tiempo no habían podido echar mano en toda su vida más que de tertulias y cuentos, y del que tanto estamos privados los de ciudad. No sé exactamente cómo, pero tienen esa capacidad para contar lo más nimio con el ritmo y pausas precisos para que uno se meta en la historia.
Con el café con leche en la mano, proseguía en su monólogo eterno, mientras una abuela mía aburridísima esperaba, frotándose las manos con sus nervios, a que empezara la telenovela.
Así permanecían las dos señoras durante una hora y media, secreto descubierto arriba, hijo adoptado abajo, hasta que acababa la novela.
Casualmente ése era el momento preciso en que el marido de la vecina necesitaba de las atenciones de su mujer, así bien atenta se marchaba ella para su casa.
Igual de torpe y lenta que había venido llegaba hasta la puerta de casa, yo se la abría y la veía alejarse con su muleta, cruzando la carretera, oscilando de izquierda a derecha en su cojera. Yo cerraba la puerta y miraba a mi abuela. En la mesita, quedaba un vaso con un poso de café con leche que al momento me llevaba a la cocina.
El marido de la vecina circense había sido un mujeriego de mucho cuidado. Además de mujer y cuatro hijos, tenía aventuras esporádicas, amistades estables y encuentros fortuitos con mujeres de toda calaña, cuyas relaciones con él ni siquiera se molestaba en ocultar mínimamente. Nunca llegué a estar segura, por eso de que los mayores hablan a medias de cosas que uno no llega a entender –o quizá precisamente por eso no las entiende-, de si tenía un hijo ilegítimo por alguno de los pueblos colindantes.
Por uno de esos designios que tiene la vida o, según algunos, porque Dios nos acaba colocando en nuestro sitio, el marido espíritu libre acabó postrado en una silla de ruedas debido a una enfermedad degenerativa que, si tenía nombre, a mí no me lo dijeron. Cuando yo ya tenía memoria para recordarlo de un verano a otro, él ya ni siquiera podía hablar. Se limitaba –porque no podía hacer otra cosa- a sonreír en los ratos en que su mujer lo dejaba tomando la sombra delante de la puerta de casa de mi abuela.
De manera que, en ese estado, yo me supongo que cuando se acababa la novela, la vecina se marchaba a casa a cambiarle los pañales a ese marido suyo que había tenido hijos bastardos mientras ella se deslomaba para dar de comer a los hijos legítimos.
Un día la vecina vino, como siempre después de comer, un poco más alterada que de costumbre y, cosa de alarmar en su infinita puntualidad aburrida, un poco más tarde. Entonces empezó el preludio inevitable de que a continuación algo asombroso va a ser contado. El ritual consiste en, primero, asegurar que el interlocutor será incapaz de asimilar el mensaje (“no te lo vas a creer, no te vas a creer lo que ha pasado”); segundo, escueta divagación sobre cómo y por qué habrá sucedido (“yo no sé por qué me pasan estas cosas, quién me quiere mal a mí”); y, finalmente, agradecer al Todopoderoso que el incidente tuviera un final feliz (“gracias, Dios mío”). En ese punto la paciencia de mi abuela se agota y le implora que cuente lo que ha pasado:
“Era de noche. Yo estaba en mi cama, durmiendo, claro. Pero de pronto empecé a escuchar unos gemidos, como unos lamentos. Al principio pensé que sería algún borracho que pasaba por la calle, pero como no cesaban empecé a preocuparme. De pronto, me di cuenta de que los gemidos no venían de la calle, sino que venían de la habitación de al lado. Pero me dije: no puede ser, ahí está mi marido. Por eso, pensé y enseguida me asusté y me levanté tan deprisa como pude. Encendí la luz de mi cuarto para no caerme, y la del pasillo, así que al asomarme en el linde de su habitación, me pareció ver que se estaba moviendo mucho en su cama. Me acerqué más rápido y encendí la luz. Ay, Dios, cada vez que lo pienso. Al encender la luz encontré a mi hombre lleno de hormigas por todo el cuerpo. Los quejidos que había oído antes eran intentos de grito pidiendo auxilio desesperadamente. Miles de hormigas, miles, correteaban por su cuerpo en su carrera nerviosa e histérica, acribillándole allá por donde pasaban. No sabía yo qué hacer, asustada como estaba, así que en un intento por desprenderle de su martirio cogí el Cucal y le rocié todo el cuerpo. Todos acabaron muertos. Las hormigas también...
Le rocié porque pensé que, de muerto, los bichos le salían de dentro.”
Ahí acabó su relato, y se miraba las manos alrededor de su vaso de café con leche.
Mi abuela y yo callábamos como una losa.
En realidad, el hombre no murió. Yo misma lo vi días después, sonriendo mientras tomaba la sombra a la puerta de la casa de mi abuela.
Pero así es como he recordado siempre la historia.
Yo, confiando en la ignorancia de unos y el desinterés de otros, os cuento lo que viene. Quizá algún día, cuando la señora en cuestión muera, más gente leerá este cuento.
Cada tarde después de comer, la vecina de enfrente cruzaba la carretera con su paso torpe y su muleta para llegar hasta la casa de mi abuela. En verano, llevaba uno de esos vestidos ligeros para señoras, con el que tenía más aspecto de carpa de circo que de jubilada modesta, coronada en lo alto por una masa espesa de pelo corto reteñido.
Ella llegaba como si le estuviesen esperando, sin importarle si los de la casa anfitriona habían dejado de comer, o si apetecían de su visita. Llegaba con el último relato del día, edición de mañana, y lo empezaba a contar con el mismo frenesí con el que esperaba ser escuchaba. Daba por sentado, eso sí, que a su confesión correspondería gentilmente un café con leche, preparado, la mayoría de las veces y como un intento desesperado de evitar sus ansias de cotilleo, por mí.
Debo reconocer en honor a la verdad que la vecina dominaba cierto arte espontáneo para relatar sus cotilleos –frecuentemente inventados en más o menos medida-, como todas las personas que para pasar el tiempo no habían podido echar mano en toda su vida más que de tertulias y cuentos, y del que tanto estamos privados los de ciudad. No sé exactamente cómo, pero tienen esa capacidad para contar lo más nimio con el ritmo y pausas precisos para que uno se meta en la historia.
Con el café con leche en la mano, proseguía en su monólogo eterno, mientras una abuela mía aburridísima esperaba, frotándose las manos con sus nervios, a que empezara la telenovela.
Así permanecían las dos señoras durante una hora y media, secreto descubierto arriba, hijo adoptado abajo, hasta que acababa la novela.
Casualmente ése era el momento preciso en que el marido de la vecina necesitaba de las atenciones de su mujer, así bien atenta se marchaba ella para su casa.
Igual de torpe y lenta que había venido llegaba hasta la puerta de casa, yo se la abría y la veía alejarse con su muleta, cruzando la carretera, oscilando de izquierda a derecha en su cojera. Yo cerraba la puerta y miraba a mi abuela. En la mesita, quedaba un vaso con un poso de café con leche que al momento me llevaba a la cocina.
El marido de la vecina circense había sido un mujeriego de mucho cuidado. Además de mujer y cuatro hijos, tenía aventuras esporádicas, amistades estables y encuentros fortuitos con mujeres de toda calaña, cuyas relaciones con él ni siquiera se molestaba en ocultar mínimamente. Nunca llegué a estar segura, por eso de que los mayores hablan a medias de cosas que uno no llega a entender –o quizá precisamente por eso no las entiende-, de si tenía un hijo ilegítimo por alguno de los pueblos colindantes.
Por uno de esos designios que tiene la vida o, según algunos, porque Dios nos acaba colocando en nuestro sitio, el marido espíritu libre acabó postrado en una silla de ruedas debido a una enfermedad degenerativa que, si tenía nombre, a mí no me lo dijeron. Cuando yo ya tenía memoria para recordarlo de un verano a otro, él ya ni siquiera podía hablar. Se limitaba –porque no podía hacer otra cosa- a sonreír en los ratos en que su mujer lo dejaba tomando la sombra delante de la puerta de casa de mi abuela.
De manera que, en ese estado, yo me supongo que cuando se acababa la novela, la vecina se marchaba a casa a cambiarle los pañales a ese marido suyo que había tenido hijos bastardos mientras ella se deslomaba para dar de comer a los hijos legítimos.
Un día la vecina vino, como siempre después de comer, un poco más alterada que de costumbre y, cosa de alarmar en su infinita puntualidad aburrida, un poco más tarde. Entonces empezó el preludio inevitable de que a continuación algo asombroso va a ser contado. El ritual consiste en, primero, asegurar que el interlocutor será incapaz de asimilar el mensaje (“no te lo vas a creer, no te vas a creer lo que ha pasado”); segundo, escueta divagación sobre cómo y por qué habrá sucedido (“yo no sé por qué me pasan estas cosas, quién me quiere mal a mí”); y, finalmente, agradecer al Todopoderoso que el incidente tuviera un final feliz (“gracias, Dios mío”). En ese punto la paciencia de mi abuela se agota y le implora que cuente lo que ha pasado:
“Era de noche. Yo estaba en mi cama, durmiendo, claro. Pero de pronto empecé a escuchar unos gemidos, como unos lamentos. Al principio pensé que sería algún borracho que pasaba por la calle, pero como no cesaban empecé a preocuparme. De pronto, me di cuenta de que los gemidos no venían de la calle, sino que venían de la habitación de al lado. Pero me dije: no puede ser, ahí está mi marido. Por eso, pensé y enseguida me asusté y me levanté tan deprisa como pude. Encendí la luz de mi cuarto para no caerme, y la del pasillo, así que al asomarme en el linde de su habitación, me pareció ver que se estaba moviendo mucho en su cama. Me acerqué más rápido y encendí la luz. Ay, Dios, cada vez que lo pienso. Al encender la luz encontré a mi hombre lleno de hormigas por todo el cuerpo. Los quejidos que había oído antes eran intentos de grito pidiendo auxilio desesperadamente. Miles de hormigas, miles, correteaban por su cuerpo en su carrera nerviosa e histérica, acribillándole allá por donde pasaban. No sabía yo qué hacer, asustada como estaba, así que en un intento por desprenderle de su martirio cogí el Cucal y le rocié todo el cuerpo. Todos acabaron muertos. Las hormigas también...
Le rocié porque pensé que, de muerto, los bichos le salían de dentro.”
Ahí acabó su relato, y se miraba las manos alrededor de su vaso de café con leche.
Mi abuela y yo callábamos como una losa.
En realidad, el hombre no murió. Yo misma lo vi días después, sonriendo mientras tomaba la sombra a la puerta de la casa de mi abuela.
Pero así es como he recordado siempre la historia.