...Cuentos de ciudad...

miércoles, mayo 31, 2006

La casa de Venecia (fragmento)

De bien joven, Gabriel García Márquez le pidió permiso a su madre para escribir un cuento basado en algo que le había ocurrido a una mujer de su pueblo. La madre de García Márquez le pidió que, por respeto, esperara a que la señora en cuestión muriera.
Yo, confiando en la ignorancia de unos y el desinterés de otros, os cuento lo que viene. Quizá algún día, cuando la señora en cuestión muera, más gente leerá este cuento.


Cada tarde después de comer, la vecina de enfrente cruzaba la carretera con su paso torpe y su muleta para llegar hasta la casa de mi abuela. En verano, llevaba uno de esos vestidos ligeros para señoras, con el que tenía más aspecto de carpa de circo que de jubilada modesta, coronada en lo alto por una masa espesa de pelo corto reteñido.
Ella llegaba como si le estuviesen esperando, sin importarle si los de la casa anfitriona habían dejado de comer, o si apetecían de su visita. Llegaba con el último relato del día, edición de mañana, y lo empezaba a contar con el mismo frenesí con el que esperaba ser escuchaba. Daba por sentado, eso sí, que a su confesión correspondería gentilmente un café con leche, preparado, la mayoría de las veces y como un intento desesperado de evitar sus ansias de cotilleo, por mí.
Debo reconocer en honor a la verdad que la vecina dominaba cierto arte espontáneo para relatar sus cotilleos –frecuentemente inventados en más o menos medida-, como todas las personas que para pasar el tiempo no habían podido echar mano en toda su vida más que de tertulias y cuentos, y del que tanto estamos privados los de ciudad. No sé exactamente cómo, pero tienen esa capacidad para contar lo más nimio con el ritmo y pausas precisos para que uno se meta en la historia.
Con el café con leche en la mano, proseguía en su monólogo eterno, mientras una abuela mía aburridísima esperaba, frotándose las manos con sus nervios, a que empezara la telenovela.
Así permanecían las dos señoras durante una hora y media, secreto descubierto arriba, hijo adoptado abajo, hasta que acababa la novela.
Casualmente ése era el momento preciso en que el marido de la vecina necesitaba de las atenciones de su mujer, así bien atenta se marchaba ella para su casa.
Igual de torpe y lenta que había venido llegaba hasta la puerta de casa, yo se la abría y la veía alejarse con su muleta, cruzando la carretera, oscilando de izquierda a derecha en su cojera. Yo cerraba la puerta y miraba a mi abuela. En la mesita, quedaba un vaso con un poso de café con leche que al momento me llevaba a la cocina.
El marido de la vecina circense había sido un mujeriego de mucho cuidado. Además de mujer y cuatro hijos, tenía aventuras esporádicas, amistades estables y encuentros fortuitos con mujeres de toda calaña, cuyas relaciones con él ni siquiera se molestaba en ocultar mínimamente. Nunca llegué a estar segura, por eso de que los mayores hablan a medias de cosas que uno no llega a entender –o quizá precisamente por eso no las entiende-, de si tenía un hijo ilegítimo por alguno de los pueblos colindantes.
Por uno de esos designios que tiene la vida o, según algunos, porque Dios nos acaba colocando en nuestro sitio, el marido espíritu libre acabó postrado en una silla de ruedas debido a una enfermedad degenerativa que, si tenía nombre, a mí no me lo dijeron. Cuando yo ya tenía memoria para recordarlo de un verano a otro, él ya ni siquiera podía hablar. Se limitaba –porque no podía hacer otra cosa- a sonreír en los ratos en que su mujer lo dejaba tomando la sombra delante de la puerta de casa de mi abuela.
De manera que, en ese estado, yo me supongo que cuando se acababa la novela, la vecina se marchaba a casa a cambiarle los pañales a ese marido suyo que había tenido hijos bastardos mientras ella se deslomaba para dar de comer a los hijos legítimos.
Un día la vecina vino, como siempre después de comer, un poco más alterada que de costumbre y, cosa de alarmar en su infinita puntualidad aburrida, un poco más tarde. Entonces empezó el preludio inevitable de que a continuación algo asombroso va a ser contado. El ritual consiste en, primero, asegurar que el interlocutor será incapaz de asimilar el mensaje (“no te lo vas a creer, no te vas a creer lo que ha pasado”); segundo, escueta divagación sobre cómo y por qué habrá sucedido (“yo no sé por qué me pasan estas cosas, quién me quiere mal a mí”); y, finalmente, agradecer al Todopoderoso que el incidente tuviera un final feliz (“gracias, Dios mío”). En ese punto la paciencia de mi abuela se agota y le implora que cuente lo que ha pasado:

“Era de noche. Yo estaba en mi cama, durmiendo, claro. Pero de pronto empecé a escuchar unos gemidos, como unos lamentos. Al principio pensé que sería algún borracho que pasaba por la calle, pero como no cesaban empecé a preocuparme. De pronto, me di cuenta de que los gemidos no venían de la calle, sino que venían de la habitación de al lado. Pero me dije: no puede ser, ahí está mi marido. Por eso, pensé y enseguida me asusté y me levanté tan deprisa como pude. Encendí la luz de mi cuarto para no caerme, y la del pasillo, así que al asomarme en el linde de su habitación, me pareció ver que se estaba moviendo mucho en su cama. Me acerqué más rápido y encendí la luz. Ay, Dios, cada vez que lo pienso. Al encender la luz encontré a mi hombre lleno de hormigas por todo el cuerpo. Los quejidos que había oído antes eran intentos de grito pidiendo auxilio desesperadamente. Miles de hormigas, miles, correteaban por su cuerpo en su carrera nerviosa e histérica, acribillándole allá por donde pasaban. No sabía yo qué hacer, asustada como estaba, así que en un intento por desprenderle de su martirio cogí el Cucal y le rocié todo el cuerpo. Todos acabaron muertos. Las hormigas también...
Le rocié porque pensé que, de muerto, los bichos le salían de dentro.”

Ahí acabó su relato, y se miraba las manos alrededor de su vaso de café con leche.
Mi abuela y yo callábamos como una losa.


En realidad, el hombre no murió. Yo misma lo vi días después, sonriendo mientras tomaba la sombra a la puerta de la casa de mi abuela.
Pero así es como he recordado siempre la historia.

miércoles, mayo 24, 2006

Oro

Clara había visto un local cerca de su casa. Había pasado por delante miles de veces, pero no fue hasta hace poco que empezó a imaginarse la persiana oxidada y llena de polvo transformada en la puerta de una casa.
En esto iba pensando Clara mientras llegaba al andén del metro que tenía que tomar.
Una de las veces que pasó por delante del local, se encontró precisamente con el dueño de la casa contigua y le preguntó por el propietario. Le dijo que hacía años el propietario había vivido en el piso de arriba y que tras la persiana metálica había tenido su taller de orfebrería. Cuando el propietario se jubiló, cerró la tienda y volvió a su pueblo natal. El dueño aún conservaba el teléfono del orfebre, así que se lo dio a Clara y Clara lo llamó. Tras varios tejemanejes, el propietario accedió, al menos al principio, a alquilarle a Clara el local, siempre y cuando Clara le informara periódicamente de su estado, uso y función.
Introducir la llave en la cerradura y subir la persiana metálica fue para Clara una acto solemne, casi un ritual. El resumen de lo que allí vio podría reducirse, sin faltar a la verdad, a una implacable invasión de polvo sobre los escasos trastos apolillados de aquellos metros cuadrados oscuros. Clara se desalentó, pero enseguida empezó a imaginar las fotografías que le enviaría al orfebre. Pensó incluso en enviarle los antes y después, para que el propietario ante su asombro se enorgulleciera de haber arrendado su preciado inmueble.
Y ése iba a convertirse en la casa de Clara.
Clara empezó limpiándolo todo a fondo y deshaciéndose de lo definitivamente catalogado como imposible de recuperar. En cambio, algún objeto viejo, resto del trabajo del orfebre, lo guardó, y se imaginó la foto que le enviaría: “¿Ve? Su taller sigue siendo su taller”, escribiría al lado.
Clara estudiaba Bellas Artes, y el tiempo que no pasaba dedicada a la carrera lo invertía en el modesto trabajo que le permitía subsistir medianamente y, sobretodo, en preparar su casa.
Ya había pensado de qué color podría ser cada pared, y la pintura iba a sacarla más barata y en más cantidad gracias a los talleres de la facultad. Las paredes de la salita iban a ser beige, casi blancas, para aprovechar la luz durante el día y, en la noche, convertir la salita en un cálido rincón. En su barrio los viernes se habían convertido oficialmente en el día en que los vecinos se desprendían de sus trastos viejos, y uno de esos viernes Clara había encontrado una lámpara antigua de pie que, con la bombilla ideal, le daría el toque perfecto a la salita, con sus paredes y sus rincones.
Clara miró los paneles del metro y vio que el tren iba a tardar más de la cuenta a causa de alguna incidencia.
El dormitorio de Clara iba a tener paredes de colores diferentes, pero aún no tenía muy claro de qué color iba a ser qué pared.
Para adornar ventanas y estanterías Clara quería algunas plantas. Una amiga suya trabajaba en una tienda de flores, así que Clara ya le había encargado que fuera pensando en plantas hermosas y de buen olor. El único requisito que imponía Clara era, al menos, un jazmín. Siempre había querido tener una casa con un jazmín.
Algunos amigos de Clara se ofrecieron a ayudarla a pintar las paredes y otros se ofrecían para construir figuras de decoración. Los muebles, y así era como Clara lo deseaba, correrían a cargo de los viernes de recogida de trastos viejos.
En la cocina no había pensado demasiado. Lo único que tenía claro era que montaría, con algunas maderas, un estante para especias. Las colocaría por orden alfabético, y estaba diseñando un artilugio para añadir estantes nuevos si descubría alguna nueva especia. Y tendría siempre, a la vista, un pote de cristal con almendras crudas, bien dulces, que siempre estaría lleno para ofrecer a sus invitados.
Justo Clara se acordó de que le quería preguntar a un compañero de clase, a propósito de la decoración de su futuro hogar, si conocía alguna tienda barata de alfombras. Quería, para su salita-rincón, una alfombra bien grande, bien cálida, pero no hortera como las de los grandes almacenes. Quería la alfombra perfecta para su salita-rincón, que hiciera juego con sus muebles escogidos de segunda mano, sus paredes beige, su lámpara de pie y su pieza de orfebrería. Después de contemplar el conjunto con orgullo, cogería su cámara y haría una foto. Y luego enviaría al propietario una foto preciosa...

Entonces, la bomba de agua que había detrás de la pared en que Clara estaba apoyada explotó, empujando su cuerpo hacía la vía, justo cuando el tren llegaba a la estación.

miércoles, mayo 17, 2006

Con

Siempre había pensado que la gracia era que alguien contestara lo que tú ibas a contestar justo antes de que tú lo contestaras. Que la gracia consistía en que alguien te tendiera la mano justo en el momento en que tú lo necesitaras, con la intensidad precisa, como si supiera lo malo que te pasa, para aliviarte. Pensaba que la suerte radicaba en encontrar a alguien que viviera contigo una sorpresa de la misma forma que tú la vives, y conociera todas y cada una de las gradaciones, intensidades y matices. Y que no acertara siempre, pero que, al explicarle, dijera: "Ah, ya... Sí, ya sé". Creía que encontrar ese alguien era como reunirte con el hermano o hermana del que te separaron hace tanto que ya apenas lo recuerdas.
Pero eso no es lo que ocurre. En realidad, uno da una sorpresa, se desnuda un poquito más el alma, se arriesga, creyendo haber encontrado alguien que asumirá la sorpresa con la intención de la sorpresa misma... Y no. Como si el mundo estuviera desfasado de sí mismo. Cuando unos van, otros vuelven, otros están yendo un poco antes, y otros aún no han llegado. Como si nadie pudiera caminar al lado de nadie, y para darnos las manos tuviéramos que estirar el brazo, como haciendo ver que la distancia no existe, y se nos rompiera, porque no se puede forzar que los demás estén más cerca. Si mis ojos brillan menos de un segundo, quiero que me mires cuando brillan. Pero a efectos prácticos mis ojos siempre estaban apagados. Muertos, herméticos, impermeables, como los de todos los demás.
Y, sin embargo, un día apareces tú. Con tu cabeza ladeada, tus manos en que juegan unos dedos con los dedos de la otra, y me pierdo.
De pronto te miro las piernas, te miro los brazos, las muñecas, las corvas, te miro el pelo y los mechones descolocados que te dan un aire de medio estar. Te miro -pero no eres un espejo- y no veo ni mis brazos ni mis manos; pero te miro, y te lo miro todo, y podrías ser yo. Pero no hay espejo alguno.
Así que me barres los rincones, me cuentas las arrugas y te aprendes las pendientes de mi espalda. Yo te paso un dedo por el costado y estudio las puntas de tu pelo. A la larga pierdo la cuenta de quién eres tú y quién soy yo. Entonces el dedo es tuyo y mío a la vez, el costado es tuyo y mío a la vez, tu pelo y el mío son el mismo. Tu espalda se ha metido en el hueco de mi espalda, y yo ya no sé qué siento, ni qué sientes, pero lo siento igual contigo que conmigo que contigo.

miércoles, mayo 10, 2006

Ocho

Si llueven tijeras me tapo la cabeza con las manos, me coso los párpados con aire y ya la lluvia no me cala.

El discurso es lento. El discurso es rápido pero la mano se entretiene. Vuela un escarabajo azul más rápido que la vista y si parpadeo le he perdido. Así no se puede escribir.
Sopla. Sopla y deja que se vaya. Que se escurran las cosas y te dejen en ayunas, medio vacío, pero bien, con todo lo malo, no sé dónde ya no está. Se ha ido y levantas la cara al cielo y si está el sol a ti no te importa, a ti no te hace falta. Tú extiendes los brazos y no sabes siquiera si estás desnudo. Como no tener conciencia de uno mismo y entonces ser más uno. Y no hacer una cosa o hacer otra, no saberlo, no saber qué se está haciendo, sólo levantar la cara. Y ya.
Pero a veces el suelo se hace blando, y se vuelve más blando justo donde tú tienes los pies. Entonces además de blando se hace oscuro, y justo bajo tus pies ya no ves dónde está el suelo. Y tú no tienes a dónde asirte, pero ahí sigues. Y no sabes cómo. Cómo no voy a caerme si bajo mis pies el suelo está lejos, blando y oscuro.
Porque es mentira. Porque al instante tienes los brazos extendidos y pierdes la conciencia de todo y sólo eres. Para que te hagas una idea, sonríes. Y el color, tú lo escoges. Para mí es color cojín, color pluma, color luz, color brisa.
Pero lo más primitivo no se puede hacer tan breve, no se puede preparar en tan poco tiempo, aunque luego se disfrute sin apenas darse cuenta. Tantas veces pasamos las cosas por el filtro de las letras que ya no pasamos nada de ninguna otra forma. Y preparar lo primitivo resulta que requiere tiempo. Para encontrar el punto más oscuro y más cálido, el gusto a tierra de la tierra, a marrón, a sangre, los años, los huesos, el hierro.

"De corteza, de guijarro. Que me salgan raíces en el medio perdido de un hayal, me crezcan, me agarren como brazos, como ramas, y me empujen hacia el suelo. Y yo quedarme en la tierra umbría, con la mejilla en contacto con la tierra, y me quede siempre quieta, árbol, tierra, sombra, raíz, piedra, siempre más quieta, con forma de hoja."