Segundo boceto
Una vez encontré un anuncio que decía:
“Se alquila corazón. Se ofrece todo el tiempo. Se aceptan todas las condiciones. Atención absoluta y permanente. Rescisión del contrato en cuanto el cliente no se sienta satisfecho. Único requisito: no se hagan preguntas. Preguntar por Dana.”
La llamé y quedamos. Me citó en un bar. Cuando ella llegó yo ya me había pedido algo para hacer tiempo, así que me levanté, nos dimos dos besos y ella se sentó frente a mí. Me preguntó qué era lo que quería. Yo le expliqué que lo que me apetecía era una especie de romance apasionado. Le conté que tenía ganas simplemente de sentir que alguien estaba enamorado de mí y que tenía ganas de poder hacer con alguien esas cosas que a uno se le ocurren justamente cuando no puede hacerlas. A ella le debió de gustar el planteamiento, porque sonreía mientras yo le explicaba. Me preguntó si sabía cuál era la única condición y yo le dije que sí, que no podía hacer preguntas.
A partir de entonces viví exactamente lo que quería vivir. Empezamos poco a poco. Nos veíamos al principio para tomar un café, para ir al cine. Después paseábamos e intentábamos alargar el tiempo, sin querer marcharnos a casa. Yo me iba atreviendo poco a poco y ella respondía dulcemente. Se dejaba hacer y a veces me sorprendía. Al cabo de un tiempo pasábamos noches enteras juntos, dormíamos juntos, yo la miraba mientras ella dormía, despeinada y con los hombros desnudos, y yo a veces me despertaba y ella me estaba mirando. Entonces la besaba y volvíamos a hacer el amor.
Pasada esa etapa empezamos a acostumbrarnos el uno al otro, a sabernos predecir, a sonreír cuando adivinábamos lo que iba a decir el otro. Nos amoldamos perfectamente. Supimos crear un idioma propio a partir de las bromas que nos hacíamos. Yo pude aprenderme que ella odia el perejil pero le encanta frotar los pies contra la alfombra al salir de la ducha, y ella se aprendió que dejo de hablar mientras duermo si alguien silba la canción de La Gran Evasión.
Cuando mis amigos me preguntaban cómo y dónde la había conocido, yo me inventaba cualquier historieta: que nos habíamos tropezado por la calle, que llamó a mi puerta buscando otra persona, que le devolví un monedero que no se le había caído a ella... Pensaba que si supiesen cómo nos habíamos conocido en realidad creerían que realmente no estábamos enamorados. Pero sí que lo estábamos. Ninguno se metía donde el otro no quería. Yo no le preguntaba nada, y ella libremente me contaba todo lo que quería. Y ambos saboreábamos esa libertad muy lentamente.
Un día, al cabo de los años, mientras Dana me acariciaba el pelo y yo estaba acurrucado sobre ella después de hacer el amor, le dije: “Qué bien...¿No te gustaría estar así siempre?” Me acurruqué un poco más y me adormecí cerrando los ojos y sonriendo. Y el silencio se rompió: “No.” Lo mío era una pregunta retórica, y no pensé que no pudiera hacerla, así que no me esperaba que contestase. Pero aún menos que contestase eso. Me incorporé y la miré. “¿No?”. Ella me miró seria y empezó a hablar:
-¿Qué debo hacer ahora? ¿Has visto... qué pregunta tan...? –me dijo, con la voz rota.
-Pero no era una pregunta pregunta.
-No, pero habrías sido más feliz si yo te hubiese contestado que sí, ¿verdad?... Dime, ¿qué hago yo ahora?
-Nada.
-Lo siento... Me tengo que ir.
Se levantó de la cama, cogió sus cosas. Y se marchó.
“Se alquila corazón. Se ofrece todo el tiempo. Se aceptan todas las condiciones. Atención absoluta y permanente. Rescisión del contrato en cuanto el cliente no se sienta satisfecho. Único requisito: no se hagan preguntas. Preguntar por Dana.”
La llamé y quedamos. Me citó en un bar. Cuando ella llegó yo ya me había pedido algo para hacer tiempo, así que me levanté, nos dimos dos besos y ella se sentó frente a mí. Me preguntó qué era lo que quería. Yo le expliqué que lo que me apetecía era una especie de romance apasionado. Le conté que tenía ganas simplemente de sentir que alguien estaba enamorado de mí y que tenía ganas de poder hacer con alguien esas cosas que a uno se le ocurren justamente cuando no puede hacerlas. A ella le debió de gustar el planteamiento, porque sonreía mientras yo le explicaba. Me preguntó si sabía cuál era la única condición y yo le dije que sí, que no podía hacer preguntas.
A partir de entonces viví exactamente lo que quería vivir. Empezamos poco a poco. Nos veíamos al principio para tomar un café, para ir al cine. Después paseábamos e intentábamos alargar el tiempo, sin querer marcharnos a casa. Yo me iba atreviendo poco a poco y ella respondía dulcemente. Se dejaba hacer y a veces me sorprendía. Al cabo de un tiempo pasábamos noches enteras juntos, dormíamos juntos, yo la miraba mientras ella dormía, despeinada y con los hombros desnudos, y yo a veces me despertaba y ella me estaba mirando. Entonces la besaba y volvíamos a hacer el amor.
Pasada esa etapa empezamos a acostumbrarnos el uno al otro, a sabernos predecir, a sonreír cuando adivinábamos lo que iba a decir el otro. Nos amoldamos perfectamente. Supimos crear un idioma propio a partir de las bromas que nos hacíamos. Yo pude aprenderme que ella odia el perejil pero le encanta frotar los pies contra la alfombra al salir de la ducha, y ella se aprendió que dejo de hablar mientras duermo si alguien silba la canción de La Gran Evasión.
Cuando mis amigos me preguntaban cómo y dónde la había conocido, yo me inventaba cualquier historieta: que nos habíamos tropezado por la calle, que llamó a mi puerta buscando otra persona, que le devolví un monedero que no se le había caído a ella... Pensaba que si supiesen cómo nos habíamos conocido en realidad creerían que realmente no estábamos enamorados. Pero sí que lo estábamos. Ninguno se metía donde el otro no quería. Yo no le preguntaba nada, y ella libremente me contaba todo lo que quería. Y ambos saboreábamos esa libertad muy lentamente.
Un día, al cabo de los años, mientras Dana me acariciaba el pelo y yo estaba acurrucado sobre ella después de hacer el amor, le dije: “Qué bien...¿No te gustaría estar así siempre?” Me acurruqué un poco más y me adormecí cerrando los ojos y sonriendo. Y el silencio se rompió: “No.” Lo mío era una pregunta retórica, y no pensé que no pudiera hacerla, así que no me esperaba que contestase. Pero aún menos que contestase eso. Me incorporé y la miré. “¿No?”. Ella me miró seria y empezó a hablar:
-¿Qué debo hacer ahora? ¿Has visto... qué pregunta tan...? –me dijo, con la voz rota.
-Pero no era una pregunta pregunta.
-No, pero habrías sido más feliz si yo te hubiese contestado que sí, ¿verdad?... Dime, ¿qué hago yo ahora?
-Nada.
-Lo siento... Me tengo que ir.
Se levantó de la cama, cogió sus cosas. Y se marchó.