...Cuentos de ciudad...

miércoles, marzo 29, 2006

Segundo boceto

Una vez encontré un anuncio que decía:

Se alquila corazón. Se ofrece todo el tiempo. Se aceptan todas las condiciones. Atención absoluta y permanente. Rescisión del contrato en cuanto el cliente no se sienta satisfecho. Único requisito: no se hagan preguntas. Preguntar por Dana.”

La llamé y quedamos. Me citó en un bar. Cuando ella llegó yo ya me había pedido algo para hacer tiempo, así que me levanté, nos dimos dos besos y ella se sentó frente a mí. Me preguntó qué era lo que quería. Yo le expliqué que lo que me apetecía era una especie de romance apasionado. Le conté que tenía ganas simplemente de sentir que alguien estaba enamorado de mí y que tenía ganas de poder hacer con alguien esas cosas que a uno se le ocurren justamente cuando no puede hacerlas. A ella le debió de gustar el planteamiento, porque sonreía mientras yo le explicaba. Me preguntó si sabía cuál era la única condición y yo le dije que sí, que no podía hacer preguntas.
A partir de entonces viví exactamente lo que quería vivir. Empezamos poco a poco. Nos veíamos al principio para tomar un café, para ir al cine. Después paseábamos e intentábamos alargar el tiempo, sin querer marcharnos a casa. Yo me iba atreviendo poco a poco y ella respondía dulcemente. Se dejaba hacer y a veces me sorprendía. Al cabo de un tiempo pasábamos noches enteras juntos, dormíamos juntos, yo la miraba mientras ella dormía, despeinada y con los hombros desnudos, y yo a veces me despertaba y ella me estaba mirando. Entonces la besaba y volvíamos a hacer el amor.
Pasada esa etapa empezamos a acostumbrarnos el uno al otro, a sabernos predecir, a sonreír cuando adivinábamos lo que iba a decir el otro. Nos amoldamos perfectamente. Supimos crear un idioma propio a partir de las bromas que nos hacíamos. Yo pude aprenderme que ella odia el perejil pero le encanta frotar los pies contra la alfombra al salir de la ducha, y ella se aprendió que dejo de hablar mientras duermo si alguien silba la canción de La Gran Evasión.
Cuando mis amigos me preguntaban cómo y dónde la había conocido, yo me inventaba cualquier historieta: que nos habíamos tropezado por la calle, que llamó a mi puerta buscando otra persona, que le devolví un monedero que no se le había caído a ella... Pensaba que si supiesen cómo nos habíamos conocido en realidad creerían que realmente no estábamos enamorados. Pero sí que lo estábamos. Ninguno se metía donde el otro no quería. Yo no le preguntaba nada, y ella libremente me contaba todo lo que quería. Y ambos saboreábamos esa libertad muy lentamente.
Un día, al cabo de los años, mientras Dana me acariciaba el pelo y yo estaba acurrucado sobre ella después de hacer el amor, le dije: “Qué bien...¿No te gustaría estar así siempre?” Me acurruqué un poco más y me adormecí cerrando los ojos y sonriendo. Y el silencio se rompió: “No.” Lo mío era una pregunta retórica, y no pensé que no pudiera hacerla, así que no me esperaba que contestase. Pero aún menos que contestase eso. Me incorporé y la miré. “¿No?”. Ella me miró seria y empezó a hablar:
-¿Qué debo hacer ahora? ¿Has visto... qué pregunta tan...? –me dijo, con la voz rota.
-Pero no era una pregunta pregunta.
-No, pero habrías sido más feliz si yo te hubiese contestado que sí, ¿verdad?... Dime, ¿qué hago yo ahora?
-Nada.
-Lo siento... Me tengo que ir.

Se levantó de la cama, cogió sus cosas. Y se marchó.

miércoles, marzo 22, 2006

Primer boceto

Una vez encontré un anuncio que decía:

Se alquila corazón. Se ofrece todo el tiempo. Se aceptan todas las condiciones. Atención absoluta y permanente. Rescisión del contrato en cuanto el cliente no se sienta satisfecho. Único requisito: no se hagan preguntas. Preguntar por Dana.”

La llamé y quedamos. Me citó en un bar. Cuando ella llegó yo ya me había pedido algo para hacer tiempo, así que me levanté, nos dimos dos besos y ella se sentó frente a mí. Me preguntó qué era lo que quería. Yo lo expliqué que lo que me apetecía era una especie de romance apasionado. Le conté que tenía ganas simplemente de sentir que alguien estaba enamorado de mí y que tenía ganas de poder hacer con alguien esas cosas que a uno se le ocurren justamente cuando no puede hacerlas. A ella le debió de gustar el planteamiento, porque sonreía mientras yo le explicaba. Me preguntó si sabía cuál era la única condición y yo le dije que sí, que no podía hacer preguntas.
A partir de entonces viví exactamente lo que quería vivir. Empezamos poco a poco. Nos veíamos al principio para tomar un café, para ir al cine. Después paseábamos e intentábamos alargar el tiempo, sin querer marcharnos a casa. Yo me iba atreviendo poco a poco y ella respondía dulcemente. Se dejaba hacer y a veces me sorprendía. Al cabo de un tiempo pasábamos noches enteras juntos, dormíamos juntos, yo la miraba mientras ella dormía, despeinada y con los hombros desnudos, y yo a veces me despertaba y ella me estaba mirando. Entonces la besaba y volvíamos a hacer el amor.
Pasada esa etapa empezamos a acostumbrarnos el uno al otro, a sabernos predecir, a sonreír cuando adivinábamos lo que iba a decir el otro. Nos amoldamos perfectamente. Supimos crear un idioma propio a partir de las bromas que nos hacíamos. Yo pude aprenderme que ella odia el perejil pero le encanta frotar los pies contra la alfombra al salir de la ducha, y ella se aprendió que dejo de hablar mientras duermo si alguien silba la canción de La Gran Evasión.
Cuando mis amigos me preguntaban cómo y dónde la había conocido, yo me inventaba cualquier historieta: que nos habíamos tropezado por la calle, que llamó a mi puerta buscando otra persona, que le devolví un monedero que no se le había caído a ella... Pensaba que si supiesen cómo nos habíamos conocido en realidad creerían que realmente no estábamos enamorados. Pero sí que lo estábamos. Ninguno se metía donde el otro no quería. Yo no le preguntaba nada, y ella libremente me contaba todo lo que quería. Y ambos saboreábamos esa libertad muy lentamente.
Un día, al cabo de los años, Dana me preguntó si nunca había tenido ganas de preguntarle algo. Yo le respondí, obviamente, que sí, y ella me preguntó por qué nunca lo había hecho. Yo le expliqué que por suerte nunca me lo había planteado demasiado. Me parecía curioso ver qué cosas me iba contando y cuáles no, y detrás de lo que ella no me contaba yo me imaginaba una historieta cualquiera, que podría haber coincidido con la realidad, o, muy probablemente, no.
Entonces se quedó callada, y al cabo de un poquito empezó a llorar. Después empezó a besarme, muy dulcemente, casi sin tocarme, y poco a poco los besos fueron más intensos, más largos, más húmedos, y acabó haciéndome el amor mientras lloraba.

miércoles, marzo 15, 2006

Me lo esperaba

-¡Hola!
-Hola.
-¿Cómo te llamas?
-Mmm... Julia.
-Yo *****.
-¿Has visto qué día tan bonito hace hoy?
-Mhm.
-¿Tú prefieres que haga sol o que llueva?
-Oye, lo siento, me tengo que ir.
-Vaya. Está bien. Adiós.
-Adiós.

Al principio me contestan por cortesía; según y como hasta por compasión, diría yo. Pero cuando ven que quiero conversar un poco, charlar un rato, saber más de ellos, supongo, al fin y al cabo, se marchan y me dejan como estaba. A veces incluso me dicen que lo sienten.
Hace bastante que quité los espejos de mi casa; creo que ni yo podría ser capaz de hablarme a mí mismo normalmente.
Alguna vez me he enterado de que había muerto una de esas personas que no habían querido seguir conversando conmigo. Pero yo sigo aquí.
Otras veces, otras personas se han acercado a mí animadamente y han querido pasar muchísimo tiempo conmigo. Después murieron. Y yo sigo aquí.
No sé qué es exactamente lo que le da miedo a la gente. Creo que en un principio les da miedo que no sepa lo que ocurre, como si fuera un estúpido que no sabe lo que ocurre. Supongo que ellos ya saben que no soy un estúpido, así que la imagen de sí mismos diciéndome “Oye, ¿sabes que te vas a morir?” les aterra. Así que al principio dudan. Y a mí me sabe mal decirles: “Sí, bueno. ¿Sabes que tú también?”. Creerían que es diferente. Me dirían que no es lo mismo.
Pero como no les da tiempo a plantearse todo eso mientras yo les pregunto por su nombre y si les gusta el día que hace, lo que provoca que se acaben marchando es el miedo a que me cojan cariño. Porque lo que ellos ven en ese momento, directísimamente asociado al hecho de hacerse amigos míos, soy yo muriéndome, sin pensar siquiera cuándo ellos van a estar muriéndose. Por eso se marchan. Por eso he quitado los espejos de casa.
Una vez, mientras estaba sentado en un banco, en el parque, se acercó un niño hasta mí y me dijo:
-Hola.
Y yo le contesté:
-Hola.
Me miró un rato.
-¿Sabes que tienes escrito en la frente que te vas a morir?
Puse cara de sorprendido y me froté la frente haciendo ver que intentaba borrarme algo.
-¿Ya está?-, le dije.
-No, sigue ahí.
Por una fracción de segundo hasta tuve la esperanza de que contestara otra cosa.
-¿Así que te vas a morir?-, me dijo el niño.
-Parece que sí.
-¿Y sabes cuándo?
-Pues... no.
Pausa.
-Y de mientras, ¿qué haces?

Mañana tengo que morirme.

miércoles, marzo 08, 2006

Cuéntame

Un día te escribiré un cuento y, justo cuando lo estés contando, te darás cuenta de que me quieres. En un momento preciso, pasará algo en tu cabeza, abrirás imperceptiblemente los ojos y te quedarás callado por menos de un momento. Entonces acabarás el cuento y contagiarás a todo tu público de tu descubrimiento y vendrás a buscarme.
Cuando tú empieces a contar el cuento, yo justo habré empezado a escribirlo. Cada palabra que yo escriba la dirás tú al instante y yo te dibujaré el cuento en los labios sin que tú te des cuenta. Iré sonriendo, sabedora de lo que te espera, mientras tú narras inmerso en el relato. Te seguiré durante toda la historia, escuchándote y sabiéndote, como si estuviera sentada en el último rincón a donde no llega la luz en una silla de mimbre con las rodillas en mi pecho y mis manos en los tobillos, escuchándote paciente. Igual que dibujo letras, hago líneas, subo, bajo y sigo adelante por caminos sinuosos, así te llevaría de la mano y de los cuentos.
Y justo ahí, justo en ese instante, te darías cuenta.
Te escribiría un cuento tan grande que pudiéramos vivir dentro, contando cuentos, cantando coplas y comiendo la miga de nuestro pan, como el panadero y Moscatel.
Tú te darías cuenta, y yo ya lo sabría, y todo sería diferente.

jueves, marzo 02, 2006

Bultos de ganso

Íbamos caminando hacia la playa por la carretera. De noche puedes imaginarte cualquier cosa: que llevas ropa demasiado oscura y los coches no te vean y cojan la curva demasiado cerrada; que venga un coche de frente y justo en ese momento te tropieces y caigas demasiado en medio de la carretera. Pero como ya habíamos hecho el camino muchas veces, en el fondo sabía que no iba a pasar nada. Aún y con eso, no eran los coches lo que más me preocupaba en ese momento. Hacía frío, yo no lo había previsto, no había cogido ningún jersey y empezaba a destemplarme. “Tengo la piel de gallina”, les dije a las demás. La americana se rió. Nos contó que una amiga suya de origen hispano en una ocasión se andaba quejando del frío que hacía, y de que tenía “chicken skin”. Por lo visto, nadie sabía de qué hablaba la buena mujer, hasta que a alguien se le ocurrió pensar en castellano y cayó en la cuenta. Era como si algún americano decía que tenía bultos de ganso. “¿¡¿Bultos de ganso?!?” “Sí, ¿queréis que os cuente la historia?”.
La expresión “tener bultos de ganso” (en inglés, se entiende) se remonta a muchos años atrás. Eran tiempos en que había que bombear el agua y, una vez ésta en cubos de metal próximos a oxidarse, había que cargarlos hasta casa desde el centro mismo del pueblo. Eran los tiempos de sentarse en el balancín bajo el porche de madera con la espiga pertinente junto a la comisura de los labios, como en las películas americanas.
El viejo Gus había salido un día de caza, puesto que por un descuido se habían quedado sin comida justo para el día en que tenían invitados (él y su esposa, por supuesto).
Pensaba cazar un conejo, una liebre si había suerte, y luego jugar a ver quién escupía los perdigones más lejos. Podría encontrar también algún pato en el estanque, y puesto que cazar conejos siempre lleva más tiempo, se decidió por la segunda opción.
Se acercó hasta el estanque con su rifle en la mano. Entre los juncos nadaban patos pardos y de plumas oscuras. Como siempre, se decidió por uno, lo vigiló, se agazapó y cuando lo tuvo bien a tiro, disparó. Fue un disparo certero. De lo que Gus no se dio cuenta fue que justo en el momento de disparar un pájaro extraño bajó volando y se posó en el agua exactamente delante del pato que Gus había escogido. De manera que a quien había acertó disparar Gus fue al raro pájaro nuevo.
Se acercó Gus hasta él dispuesto a llevarlo rápidamente a casa para desplumarlo y cocinarlo. Cuando lo cogió de las patas se dio cuenta de que era más grande de lo que él pensaba. De hecho, incluso era demasiado grande para ser un pato. Claro que si no era un pato, Gus no sabía qué otro animal podía ser. Sin preocuparle demasiado, Gus se llevó el animal para casa.
Guardó su rifle y se dispuso a preparar el animal. Lo sumergió en agua hirviendo, lo desplumó, lo limpió y lo vació.
Una vez en la cocina, se ocupó de prepararlo y aderezarlo para que sus comensales se deleitaran con la excelente pieza que había cazado.
A las tres en punto llegaron sus invitados. Tomaron un aperitivo y se sentaron a la mesa principal.
Comieron el primer plato y quedaron satisfechos. Tanto, que la esposa de Gus tuvo que abrir la ventana porque ya todos empezaban a sofocarse. Gus se frotaba las manos y se regocijaba con las ganas que tenía de que todos degustaran aquello que se había esmerado en preparar, detalle a detalle.
Con orgullo, Gus se levantó de la mesa, fue hasta la cocina, abrió el horno y recogió la bandeja con su manjar. Lo llevó hasta el comedor usando dos manoplas de cocina. A su paso dejaba un rastro de carne recién cocinada y jugosa. Depositó en la mesa principal, bien en medio, la bandeja con el ave más grande que todos los allí presentes habían visto en su vida. “Eso no puede ser pato”, se repetían los unos a los otros en voz baja. Y fue en aquel momento, cuando todos estaban atónitos mirando la bandeja con comida, que algo se movió en la cabeza. Una cabeza pequeña, como de pato pero más grande, se alzó un poco de la bandeja. Los ojos negros pestañearon dos veces y la cabeza se movió como quien quiere despejarse después del sueño. Así, primero la cabeza, luego el lánguido cuello, las alas, el cuerpo y las patas, el supuestamente cocinado manjar fue levantándose de la bandeja, asombrando a todo el personal. Miró en derredor, se quedó quieto como dubitativo, se giró hacia la ventana y de pronto levantó el vuelo para salir por ella y perderse en la lejanía del cielo azul.
Los invitados de Gus tenían los ojos como platos y la boca con mueca incierta. No sabían si enfurecerse por tan insultante espectáculo o aplaudir por los ingeniosos trucos de Gus.
Los invitados de Gus tenían los ojos como platos y la boca con mueca incierta. No sabían si enfurecerse por tan insultante espectáculo o aplaudir por los ingeniosos trucos de Gus.
El más afectado fue Gus. Se quedó petrificado mirando fijamente el punto en el que había desaparecido su segundo plato, recordando cómo lo había matado a perdigonazos, cómo lo había metido en agua hirviendo. Fue cuando recordó cómo lo había vaciado que empezó a sentir asco. Sintió tanto asco que necesitaba sacudirse la piel del susto que se había dado. Y tanta grima, tanta grima, tanta grima le dio pensar en el bicho volador, que en la piel le salieron unos bultitos pequeñitos que hacían que los pelos se le pusieran de punta. “¿Qué le pasa?”, preguntó uno de los comensales. “Cerraré la ventana”, dijo la esposa de Gus, “le habrá cogido el frío”.
Y de ahí que cuando uno tiene frío se le ponga la piel de gallina. Y de ahí que el pato raro y grande se llamaba ganso (“goose”) y que a la gente con piel de gallina se le diga que tiene bultos de ganso.
“Esa historia no cuadra, chica”, le dijo alguien a la americana. “Sí cuadra, mujer. Tú, que no entiendes de cultura popular.”

17/9/2002